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20 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 15 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

Libertad académica

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Nicolás Parra Herrera

@nicolasparrah

Hace un año leí una noticia que no termino de digerir. En la Universidad de Míchigan, el profesor de música Bright Sheng se vio forzado a renunciar a su trabajo por mostrar en su clase la adaptación de Otelo de 1965 con la actuación de Laurence Olivier. Yo no he visto la adaptación, pero, de acuerdo con la nota de prensa, el problema es que, en esa película, aparece un blackface, un maquillaje teatral utilizado por personas blancas para caricaturizar o ridiculizar a personas de color. En el siglo XIX, el blackface amplificó y reforzó los estereotipos raciales. Hoy, su uso es considerado irrespetuoso, ofensivo y racista. Algunos de los estudiantes, por tanto, se escandalizaron y se ofendieron, iniciando una avalancha de mensajes, correos y solicitudes para que las directivas de la universidad sancionaran a Sheng. Pese a que Sheng quería enseñarles a sus estudiantes algunos puntos sobre la adaptación de obras literarias en formatos operáticos y, en apariencia, sus intenciones eran pedagógicas, Sheng no contextualizó la adaptación y no les avisó que habría un blackface ni explicó sus implicaciones simbólicas e históricas. Sheng se disculpó dos veces con sus estudiantes y la comunidad académica, pero no fue suficiente. Terminó renunciando a su trabajo por el daño que había causado.

Este no es un hecho aislado en las universidades. Quizás hoy más que nunca los profesores no solo tienen que preparar sus clases y dar contenidos ciertos, claros y organizados, sino también deben estar alerta de que sus expresiones o los contenidos que enseñan puedan ser ofensivos, reforzar estereotipos, intensificar patrones discriminatorios o tener un impacto indeseado en sus estudiantes. Para algunos, este es el fin de la libertad académica y el entierro de un espacio caracterizado por la investigación abierta, libre, crítica, orientada a la verdad y al cultivo de un ecosistema en donde se ventilan puntos de vista divergentes e ideas no convencionales. Para otros, esta es la muestra de que las universidades son espacios políticos donde la igualdad, la no discriminación, la no estigmatización de grupos o individuos debe primar, pues sin civilidad no hay verdad que valga. Y hay otros que piden un equilibrio entre la libertad académica y la civilidad.

Independientemente de estas facciones, lo cierto es que las aulas se convirtieron (quizás siempre lo han sido) en campos de batalla entre conservadores y progresistas, meritocráticos e igualitarios, personas que creen que las ideas y la verdad solo surgen en un constante choque entre diversos puntos de vista y personas que creen que las desigualdades estructurales hay que frenarlas desde sus raíces. Entre aquellos que buscan preservar un espacio seguro e inclusivo y aquellos que creen que las transformaciones solo ocurren en espacios donde somos retados.

A finales de los años cincuenta, el caso Sweezy v. New Hampshire originó el debate sobre la libertad académica en EE UU. En este caso, el fiscal de New Hampshire, en pleno macartismo y con el mandato de determinar si había “personas subversivas” trabajando para el Estado, acusó a Paul Sweezy, un profesor visitante de la Universidad de New Hampshire, por abstenerse de responder preguntas sobre si había dictado una clase con contenidos “izquierdosos” y sobre si sabía algo del partido político progresista del estado. Sweezy se abstuvo de responder argumentando que, de hacerlo, se vería afectada su libertad de expresión y libertad académica. El caso terminó en la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, liderada entonces por Earl Warren, quien defendió el derecho de Sweezy y dejó para la historia una de las primeras articulaciones en un contexto jurídico sobre el alcance de la libertad académica: “La esencia de la libertad en la comunidad de las universidades americanas es autoevidente (…) la investigación académica no puede florecer en una atmósfera de sospecha y desconfianza. Los profesores y los estudiantes siempre deben permanecer libres de investigar, estudiar y evaluar para ganar mayor madurez y comprensión, de lo contrario nuestra civilización se estanca y muere”.

Leo este fragmento y pienso en el profesor Sheng. Una persona que le dedicó su vida a la academia, a enseñarles a las futuras generaciones a apreciar la música, la traducción del teatro a la ópera, el poder de adaptar las obras a nuevos medios y contextos. Pienso en cómo no le sirvieron sus excusas y el reconocimiento de que se equivocó al mostrar la adaptación de Otelo sin contextualizar los contenidos racistas. Pienso en profesores conservadores y progresistas que han tenido que renunciar a rebotar ideas con otros por haber cometido errores similares o por no entender que sus expresiones, hoy en día, se codifican e interpretan de otra forma y que sus intenciones valen menos que el impacto de lo que dicen. Sigo sin resolver este problema de la libertad académica.

En la derecha, Jordan Peterson, uno de los académicos más controversiales que se identifica a sí mismo como una persona non grata en la academia dice algo que parece cierto: “lo que pasa en las universidades eventualmente colorea lo demás”. Y en la izquierda, Cornel West, en su carta de renuncia a Harvard, dice algo no menos cierto: “yo sabía que mis logros académicos y la enseñanza a los estudiantes tiene un significado mucho menor que mis prejuicios políticos”. Esta es la encrucijada de las universidades, lugares que hay que proteger, porque si ahí se pierde el diálogo, si se orienta solo por lógicas políticas y si se pierde la confianza y la libertad de enseñar, posiblemente se perderá todo esto en el resto de los espacios vitales.

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