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18 de Mayo de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

La justicia, los afectos y ‘El libro del duelo’

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Jorge González Jácome

Profesor asociado

Facultad de Derecho Universidad de los Andes

En un punto de su famoso ensayo ¿Qué es la justicia?, Kelsen afirma que es imposible definir racionalmente la superioridad absoluta de un valor que opere como criterio universal para definir qué es lo justo. En un plural hay múltiples valores que pueden defenderse legítimamente y, por ello, pensaba este jurista, no hay forma racional de resolver los conflictos. “En último caso, es nuestro sentimiento, nuestra voluntad, no nuestra razón, lo emocional y no lo racional de nuestra conciencia, quien resuelve el conflicto”, dice Kelsen en las primeras páginas de su ensayo.

Regreso a este escrito sin ignorar que la filosofía política liberal ha dedicado muchas páginas al problema de la justicia. Pero me obsesiona una pista en las líneas que acabo de citar: las emociones. Uno de los usos de la corriente teórica del “Derecho y literatura” es, precisamente, poner las emociones y los afectos en el centro de la reflexión teórica sobre el Derecho. Las emociones se refieren a sentimientos como la rabia, la empatía o la solidaridad y los afectos a fuerzas que muchas veces no pueden agotarse en el lenguaje, pero que se manifiestan de alguna forma en nuestro cuerpo –un nudo en la garganta, las mariposas en el estómago, un sonido estridente que nos descoloca, etc.–.

Desde las emociones y los afectos, vale la pena leer El libro del duelo de Ricardo Silva Romero como una reflexión literaria sobre la clásica pregunta sobre la justicia, que Kelsen intuía que se resolvía con las emociones. Esta novela, que cuenta una verdad, es la historia de don Raúl Carvajal luego de que su hijo militar fuera asesinado por otros militares al negarse a participar en los actos que conocemos con el nombre de “falsos positivos”, el asesinato de civiles para hacerlos pasar por miembros de grupos armados. El Ejército le informa a don Raúl que su hijo fue muerto en combate, pero él no cree esta versión “oficial” de los hechos. Tiene razón. La verdad “oficial” es una mentira y el libro cuenta la insistencia de don Raúl en denunciarla.

Desde esta insistencia, la novela reflexiona sobre la justicia y encontramos que esa búsqueda parte de los afectos. La hermana del Mono, el hijo asesinado, “siente un estrujón en las tripas” (pág. 27) al sospechar que su hermano estaba al borde de la muerte y luego cuando entregan el ataúd a la familia con el hijo muerto, “todo el mundo empieza a entender –entre el estómago– lo devastadora e inverosímil que era esa noticia” (pág. 37). Los miembros de la familia, al no creer en la verdad “oficial”, tienen un primer acercamiento a los funcionarios de la Fiscalía. Pero allí, en la puerta de entrada de la administración de justicia, “todo se puso temible (…). Dio miedo el ventilador. Dio espanto el rumor de las máquinas, el tac tac tac de los teclados de los funcionarios, el zigzagueo de las impresoras” (pág. 42). 

Las tripas, el estómago, lo temible, el miedo, el espanto, los sonidos, todo ello alude a sensaciones que se manifiestan en el cuerpo. Desde acá arranca la injusticia y la lucha de don Raúl por construir un mundo que se le oponga. ¿Cuál es ese opuesto? Hay una pista: un lugar donde se sepa la verdad de lo que le pasó a su hijo y “que la gente no sólo supiera la historia, sino que la expiara, la penara” (pág. 75). Por eso lleva el cadáver del Mono consigo en su camioneta, por eso se va a Bogotá a pararse en una esquina del centro a contar que mataron a su hijo: para que los transeúntes tengan que verlo, oírlo y al encontrarse de frente con esta historia pueda haber algún momento de expiación, de recuperar la sacralidad de las vidas del Mono, de don Raúl y de su familia, las cuales han sido profanadas con la muerte violenta y la mentira.

Esta idea de que la justicia recupera algo sagrado que fue profanado desafía a la otra justicia, la oficial, la de los hombres, la de las oficinas de la fiscalía, de investigadores, policías, presidente, jueces y abogados que, en su mayoría, aparecen en el libro con más pena que gloria opacados por una búsqueda de una idea de justicia más digna que encarna don Raúl.

Al leer una novela como El libro del duelo y pensarla desde el “Derecho y literatura” es inevitable reflexionar sobre lo que ocurre cuando la promesa de justicia que carga el Derecho se frustra. Si el Derecho no puede o no quiere contar la verdad y castigar al culpable, y no logra reparar a las víctimas y a sus familiares, emerge un mundo de seres con tripas estrujadas por el miedo y la desesperanza, un mundo que don Raúl no quiso habitar y por ello quiso transformar. Y esta historia nos recuerda que, a veces, las gestas más inspiradoras que redefinen la justicia y la injusticia ocurren por fuera de los tribunales. 

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