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20 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 7 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Mirada Global

El neocolonialismo fiscal y la fórmula del fracaso

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Daniel Raisbeck

 

En su página web, la Organización de Naciones Unidas (ONU) destaca los “esfuerzos de descolonización” que ha llevado a cabo desde 1945, cuando “750 millones de personas –casi un tercio de la población global de la época– vivía en territorios que no se autogobernaban y dependían de poderes coloniales”. Desde entonces se han independizado 80 antiguas colonias y tan solo dos millones de personas aún viven en “territorios no autogobernados”.

 

La esencia de la descolonización, afirma la ONU, es el principio de “la igualdad de derechos y la autodeterminación de los pueblos”. Dado que un aspecto fundamental de la autodeterminación es la facultad –y la libertad– de cada nación para establecer sus propias normas y políticas fiscales, sorprende que ni la ONU ni otras organizaciones similarmente opuestas al colonialismo se hayan pronunciado en contra de la iniciativa del Grupo de los Siete (G-7) –EE UU, Gran Bretaña, Alemania, Francia, Canadá, Italia y Japón– para imponer una tasa mínima global del 15 % sobre los ingresos corporativos.

 

Dicha medida por parte de las siete mayores economías desarrolladas del mundo es una clara injerencia en los asuntos internos del resto de las naciones. De hecho, ofrecer condiciones tributarias atractivas para las empresas –es decir, impuestos bajos sobre sus ganancias– es una de las mejores herramientas que tiene un país para atraer la inversión extranjera e impedir la fuga de capitales. Especialmente en los países pobres o de ingresos medios, las tasas impositivas bajas y competitivas resultan ser esenciales para contrarrestar el riesgo adicional que implica cualquier inversión en el mundo no desarrollado.

 

La postura neoimperial del G-7, la cual ha recibido apoyo de una mayoría de los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde), ha desatado la resistencia de la República de Irlanda, nación que mantiene una de las tasas de impuestos corporativos más bajas del mundo, con un nivel actual del 12,5 %. Es más, el gobierno irlandés le atribuye a la política de impuestos bajos buena parte del considerable éxito económico del país durante las últimas décadas. Como declaró el actual ministro de Finanzas, Paschal Donohoe, la competitividad tributaria ha sido “una parte fundamental de la política económica” de Irlanda.

 

Durante años, las potencias de Europa continental que cobran altos niveles de impuestos, en especial, Francia y Alemania, han intentado eliminar la libertad de países como Irlanda para generar inversión a través de condiciones fiscales atractivas para las empresas. Por medio de la Unión Europea y de la Ocde, las potencias han querido avanzar la “armonización tributaria”, eufemismo para la eliminación tajante de la competencia fiscal entre los países. El arribo del G-7 a la contienda –irónicamente bajo el liderazgo de un presidente de EE UU de descendencia irlandesa– es un episodio más en la guerra subsidiaria contra la libertad fiscal de las naciones independientes.

 

Sin embargo, no son solo los países altamente desarrollados los que pretenden imponer un impuesto mínimo global sobre las empresas. La postura oficial del gobierno de Argentina es que un nivel del 15 % sería insuficiente. Martín Guzmán, el ministro de Economía del gobierno de Alberto Fernández, exige un nivel mínimo del 21 %. Según la revista Forbes, los gobiernos de Nigeria y de otros países africanos quisieran ver un impuesto corporativo global cercano al 30 %. 

 

¿Qué les hace pensar a los gobernantes de Argentina –o de Colombia– que es buena idea cobrarles a las empresas niveles de impuestos que superan con creces los de Irlanda o Suiza, donde la seguridad jurídica, la estabilidad monetaria y las condiciones generales de inversión son marcadamente superiores? El escritor austríaco Erik von Kuehnelt-Leddihn (1909-1999) detectó hace décadas la raíz del problema.

 

En América Latina, escribió, “la explotación de la envidia” se convirtió en “la fórmula mágica” para el éxito político, razón por la cual prácticamente todos los partidos –incluyendo los cristianodemócratas– son de tendencias izquierdistas. La palabra “CONFISCACION”, afirmó von Kuehnelt-Leddihn, “está escrita en letras grandes sobre sus pancartas de partido”. No obstante, confiscar toda la riqueza disponible para la redistribución “escasamente cambiaría la calidad de vida de la mayoría”, porque lo que hace falta es “un incremento general y sustancial de la producción”.

 

El debate en torno al impuesto corporativo mínimo global resultó ser un extraño espectáculo. Mientras que las naciones ricas y productivas buscan formar un cartel tributario para impedir que advenedizos como Irlanda utilicen la política fiscal para atraer inversión, los países menos competitivos del mundo exigen medidas aún más draconianas que los del cartel en formación para justificar sus propios fracasos. 

 

Donde el neocolonialismo fiscal se encuentra con la mentalidad del atraso, la muy publicitada autodeterminación de los pueblos termina en la exigencia general de que los antiguos poderes coloniales ejerzan un férreo control tributario sobre sus dominios de antaño.

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