Crítica Literaria
‘Viajes con un mapa en blanco’, de Juan Gabriel Vásquez
Juan Gustavo Cobo Borda
Siguiendo al generoso Carlos Fuentes, que reconoció su obra, Vásquez inicia este nuevo libro de ensayos, recorriendo el territorio de la Mancha, de la mano de Cervantes.
De la ironía de Don Quijote abriendo su lectura en diversas perspectivas que involucran los papeles de un historiador arábigo Cide Hamete Benengeli encontrado en un mercado de Toledo donde, oh sorpresa, se halla la Historia de Don Quijote de la Mancha.
Doble fondo, espejos que replican, literatura que engendra literatura. Así veremos parejas fascinantes como las de Ford Madox Ford y Joseph Conrad, que nos guiaran en la lectura de Nostromo, El corazón de las tinieblas y la propia novela de Vásquez Historia secreta de Costaguana, donde el colombiano Santiago Pérez Triana, afincado en Londres, será pieza clave.
Nos internaremos también en Stendhal y en el conde León Tolstoi, en Marcel Proust y en Mario Vargas Llosa. En el novelista como historiador que nos ayuda al descubrimiento moral, “que debe ser el objeto de todo relato” (pág. 75).
Pero hay otras sorpresas: la figura de Camus y El hombre rebelde, en Mario Vargas Llosa y su teoría del novelista como ser que compite con Dios al crear mundos autosuficientes o La peste marcando al García Márquez de La mala hora. Pasquines, ratones, que cercan e intimidan todo un pueblo, como en La peste. El libro que le hubiera gustado escribir a García Márquez.
La crítica, el ensayo, se hace preguntas y se torna autobiográfico de quien lo escribe. La lectura fervorosa de maestros y colegas nos abre la biblioteca mental de Vásquez y mide la ambición de su proyecto narrativo que ya abarca el asesinato de Rafael Uribe, Jorge Eliécer Gaitán y el imperio de la droga, con Pablo Escobar, su hacienda Nápoles y los animales de su zoológico particular. Solo que en este libro Vásquez busca capturar piezas más atrayentes y reveladoras. Su parnaso de grandes novelistas.
Donde reinan obras como Cien años de soledad; Terra Nostra, de Carlos Fuentes, o La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa.
Con las herramientas de la ficción, la alusión, la ambigüedad, el equívoco, se construye la verdad imaginaria de la ficción misma: los 3.000 muertos de la masacre bananera, cifra que ya no logramos reducir, pues el demiurgo las asentó en letras indestructibles. La de su imaginación. La de la lógica férrea de su realismo mágico.
Sebald, Pamuk, Salman Rushdie también salpican con sus citas estas páginas revelándonos, como lo hizo Conrad con los terroristas en Londres, que la actualidad, por sangrienta y dramática, ya tiene viejas raíces que quien narra debe rastrear. Porque la novela debe apelar a todas las artes para ser sismógrafo fiel del corazón humano. Su horror y su gracia.
Su diabólica maldad y su generosa y terapéutica bondad. Aquella que incita a perdonar y como en Hadjí Murat de Tolstoi nos trae vivo el Cáucaso de 1851 y la rebelión musulmana contra el Zar Nicolás I y sus crueles y excesivas retaliaciones para exterminarla. Pero allí encontramos otros de los signos vitales que este libro reconoce en la literatura.
La resistencia para que la memoria no claudique y mantenga ardiente y conminatoria el horror que fue, que subsiste en las líneas escritas y permite avanzar, aun con la roca de Sísifo a la espalda.
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