Etcétera / Crítica literaria
Umberto Eco (1932-2016)
Juan Gustavo Cobo Borda
Medievalista, primero, interesado en la estética de Santo Tomás, motivo de su tesis, Eco continuó luego indagando en la obra abierta, novela, pintura, poesía y en la escritura de James Joyce, que no ofrece productos inalterables, sino abiertos a múltiples interpretaciones. A esto se añaden los medios de comunicación, como los cuatro años que trabajó en los servicios culturales de la televisión italiana (1954-1958) y su interés por los íconos de la cultura de masas.
El mal gusto, el kitsch, el comic, Superman, Charlie Brown y James Bond son algunos de los temas de su libro de ensayos Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas (1965) que, publicado por Bompiani, su editorial italiana de toda la vida, fue traducido muy pronto a diversas lenguas, y en español se convirtió en texto imprescindible de las facultades de periodismo y comunicación.
Se internó luego en el mundo de los signos y de la semiótica, de la interpretación y el lenguaje, hasta afirmar que el lector joyceano ideal debe padecer un insomnio, ya que la obra es simplemente una pesadilla. No primará la lógica, sino la obsesión. En todo caso, en 1980, su trayectoria de catedrático en Bolonia da un giro radical: publica su primera novela, El nombre de la rosa, un crimen en una abadía medieval, para la cual se había preparado toda la vida con visitas a catedrales y monasterios, planos, fotos y viejos manuscritos.
El éxito fue arrollador en todo el mundo y el riguroso profesor se convirtió en un novelista popular que no cesaría de publicar ficciones exitosas y siempre con un tinte algo esotérico. Hasta su muerte llevaba cinco, y ello lo impulsó a viajar a los mares del Sur, por París, e internarse en las historias de los templarios, los rosacruces, la masonería y Cagliostro, de quien dijo: es el personaje más obvio que existe. Un rosario de lugares comunes.
Acumuló una biblioteca de 30.000 títulos, lo que le permitió armar libros álbumes de excepcional calidad, donde su curiosidad se despliega a lo largo de los tiempos, para darnos una Historia de la belleza (2004), una Historia de la fealdad (2007), donde dedica una página a Fernando Botero y, en el 2013, Historia de las tierras y los lugares imaginarios, donde imágenes artísticas y textos de escritores nos permiten vivir las utopías, de la Biblia en adelante, hasta nuestros días, donde critica con conocimiento a Dan Brown y su Código da Vinci.
Su imaginación no se cansaba de recuperar las lecturas de la infancia, paradojas lingüísticas, y en sus columnas para el diario La República prestará atención a cuanto de curioso, sorprendente o polémico se daba en la ciencia y las artes. Quien debatió con Derrida, mezclaba a Charles Sanders Peirce con Sherlock Holmes, y creyó hasta el final en los libros, convencido de que no morirían, incluso el más de medio centenar de los suyos. Era, además, un devoto lector de Borges, a quien dedicó ensayos.
Era un lector e intérprete que, como buen italiano, partía de Dante y de sus cuatro vías, para descifrar un texto: lo literal, lo alegórico, lo moral y lo anagógico. Una figura cautivante, tan plena de humor como de erudición.
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