Doxa y Logos
Sobre el libre albedrío
Nicolás Parra Herrera
Los abogados presuponemos el libre albedrío y poco nos preguntamos sobre su naturaleza.
Simplemente atribuimos responsabilidad jurídica por los actos de las personas u ordenamos indemnizaciones por el incumplimiento de promesas. La facultad de prometer o no algo -fundamento del derecho contractual- y la facultad de dañar o no -base de la responsabilidad civil- dependen, en gran medida, de que tengamos libre albedrío. Sin asumir la libertad, sería difícil juzgar a una persona o exigirle que indemnice a otra por el daño que ha causado por el incumplimiento de sus promesas o actos.
La pregunta por el libre albedrío se ha convertido en un debate altamente tecnificado y complejo en la filosofía contemporánea. Hace poco leí el libro El libre albedrío, de Carlos Moya, catedrático de filosofía de la Universidad de Valencia, quien con gran rigor analítico presenta el estado del debate y sustenta su posición. La pregunta fundamental de este debate puede formularse así: ¿Tenemos los seres humanos la capacidad de tomar decisiones y de actuar con un cierto grado de control o están nuestras acciones determinadas por factores incontrolables?
Esta pregunta exige que tengamos una noción preliminar de libertad.
El término “libertad” lo utilizamos en diferentes contextos. En un primer uso, decimos, por ejemplo, que un animal “liberado” del zoológico será libre en las praderas o que una persona a quien le han levantado una medida de aseguramiento ha recuperado su libertad. En ambos casos, libertad significa, siguiendo a Thomas Hobbes, ausencia de oposición o de obstáculos de movimiento. Otro uso del término ocurre cuando afirmamos que las personas tienen un derecho fundamental a la libre asociación o a la libertad religiosa. Este segundo uso tiene una connotación distinta -pero relacionada con la primera-, ya que la libertad aquí se equipara con el derecho. Si A tiene un derecho “de libertad” a x, esto significa que B tiene una obligación de no impedir que A haga x. Independientemente de las eventuales limitaciones que se pueden imponer a ese derecho de libertad, lo cierto es que en esencia estos derechos tienen una estructura de libertad negativa: puedo hacer x sin que nadie me imponga límites a mi ejercicio de x.
Una tercera acepción es la que utiliza Moya para abordar la pregunta por el libre albedrío. Según el autor, el libre albedrío -o libertad- se refiere a “una capacidad (o poder) de tomar decisiones y, eventualmente, de llevarlas a cabo a través de la acción, con un cierto grado y tipos de control, tanto sobre el proceso de decisión como, eventualmente, sobre la realización de su acción”1. A juicio de Moya, al ser el libre albedrío una capacidad, solo seres con lenguaje, pensamiento conceptual, conciencia situacional y de agencia, así como con la capacidad de ofrecer razones, tienen dicho poder. Únicamente seres con estas características pueden ser originadores o creadores de sus fines y de los medios para alcanzarlos.
No obstante -y esto es lo interesante de la conceptualización de Moya-, para que una persona tenga albedrío se requiere que existan cuatro tipos de control sobre la acción. El control volitivo, que consiste en que el agente tenga la intención o voluntad de realizar la acción x. El ejemplo que ofrece para distinguir una acción con control volitivo de una que no es cuando estoy taladrando para colgar un cuadro y creo que mi vecino no se encuentra en su apartamento. Si el ruido molestó a mi vecino, no es posible decir que mi acción de molestar al vecino fue libre o intencional (aunque sí es posible decir que la acción de hacer ruido y taladrar la pared lo fue).
Pero esto no es suficiente para decir que la acción fue libre, dado que, si alguien me atraca y me obliga a entregarle mi dinero, puedo decir que lo hice intencionalmente, pero no libremente, pues, asumiendo que la amenaza era suficientemente grave, no tenía una acción alternativa (control plural). Ahora bien, si una persona cumple con los dos requisitos, tampoco puede decirse que es libre, pues es posible que actúe de manera arbitraria, sin ningún tipo de racionalidad y sin la capacidad de ofrecer razones por su actuar (a esto le denomina control racional). Esta persona no sería considerada como libre o como un agente, sino, en palabras de Moya, como un lunático. Por último, se requiere que el origen de la acción sea la persona y no que haya una injerencia en sus decisiones o sea manipulado neurológicamente para actuar de una forma (control de origen).
La moraleja de todo esto es que los abogados debemos comenzar a reevaluar los términos que utilizamos a diario no solo para indagar si entendemos su significado, sino para saber si en un diálogo estamos jugando con las mismas fichas ese juego del lenguaje, tan complejo y fascinante, que llamamos Derecho. Igualmente, los abogados debemos acercarnos a las discusiones actuales de los filósofos de la acción, morales y políticas para revaluar nuestros puntos de partida.
1Moya, Carlos. El libre albedrío. Un estudio filosófico. Madrid, Cátedra, 2017. Pág. 24.
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