Cultura y Derecho
“Sienta empatía; tenga empatía”
Andrés Mejía Vergnaud
La empatía está de moda, y lo está de muchas maneras.
Se puso de moda hace relativamente poco en el campo de los estudios éticos. Tal vez esto comenzó con el redescubrimiento de la obra de Adam Smith Teoría de los sentimientos morales, escrita en 1759, y en cuyas primeras líneas el filósofo escocés dice que en todo ser humano hay un principio que le hace interesarse en la situación de los demás, aun cuando de ello no derive un beneficio para sí mismo, y ese principio es el hecho de que podemos sentir dolor ante el dolor de los demás, y podemos sentir alegría al contemplar la alegría de los demás. A este sentimiento Adam Smith lo llamó “simpatía”, y equivale a lo que en términos contemporáneos se conoce como “empatía”, y que es el sentimiento que nos lleva a simular en nosotros mismos el dolor, la tristeza, la desesperanza, o la alegría, el júbilo o la felicidad que otro ser humano pueda estar sintiendo. Y Adam Smith consideró a la simpatía como un sentimiento capaz de generar juicios morales y acciones morales. Ejemplo: me abstengo de matar a alguien por cuanto puedo sentir o simular el dolor que sus seres queridos sentirían, o el terror mismo que yo sentiría de saber que me van a matar. Esto es una decisión moral. Y el juicio moral correspondiente sería que matar a otros no está bien.
Pero la empatía también se ha puesto de moda en otros ámbitos menos analíticos. Se ha convertido en cliché de todo tipo de discursos sobre autosuperación, sobre trabajo en equipo, sobre relaciones interpersonales, sobre desempeño profesional, e incluso sobre política. “Tenga empatía”, o “sienta empatía”, son imperativos cuyo uso cada vez se vuelve más frecuente.
Y en principio ello es algo de aplaudir: muestra el interés de nuestra sociedad por evolucionar hacia formas más éticas de relación interpersonal, tanto en el mundo individual como en el social. Pero como afortunadamente el pensamiento no se detiene ni ha de detenerse, tal vez llegó el momento de preguntarnos si la empatía, y el mandato de sentirla, son el instrumento idóneo para avanzar hacia una humanidad más ética. Paul Bloom, profesor de sicología de la Universidad de Yale, cree que no, y así lo expone en su libro Contra la empatía, publicado en el 2016.
No es esta una tesis fácil de defender, y el autor lo sabe. Oponerse a la empatía puede ser algo que, a primera vista, se interprete como oponerse a aquello que nos hace buenos, que nos hace humanos, compasivos, misericordiosos y éticos en nuestro actuar. Pero el propósito del autor es, precisamente, proponer un paradigma diferente al de la empatía para fundamentar mejor nuestra moralidad personal y social: la deliberación racional.
Partamos de que la empatía es un sentimiento, y el cuándo, cómo y hacia quién aflora está determinado por disposiciones naturales, formadas en la evolución. Y esas disposiciones naturales nos llevan a ser selectivos con la empatía: estamos programados para que ese sentimiento aflore en unos casos y en otros no. Sentimos empatía por quien nos es cercano, por quien nos es familiar, por quien pertenece a nuestro grupo, o clan, o tribu; sentimos empatía por el sufrimiento de aquellas personas similares a nosotros, y cuya pena podríamos nosotros llegar a sufrir. Así, la empatía muestra entonces una cara oscura, la cual explica también muchos de nuestros comportamientos: somos indiferentes ante el sufrimiento de personas extrañas o con cuya condición no nos es fácil identificarnos. El más mínimo y trivial sufrimiento de un niño de nuestra familia, o de nuestra clase social, o de nuestra etnia, o de una condición similar a la nuestra, nos mueve a actuar inmediatamente, a veces con lágrimas en los ojos. Y mientras lo hacemos, cientos de niños en Siria podrían estar muriendo en un ataque de armas químicas, y miles, sabemos, mueren cada día de malaria en África, sin que ello nos mueva a actuar.
La empatía es poderosa como motor de la acción moral, y el autor no lo niega. Por ello la compara con un reflector de luz: ilumina con mucha potencia, pero solo allí donde lo apuntamos. Y claro que se pueden hacer esfuerzos para que nuestros “círculos de empatía”, como se dice actualmente, sean cada vez más amplios. Pero ello difícilmente va a ganarle a las inclinaciones naturales que determinan el modo de operación de este sentimiento.
Bloom propone en cambio una moral basada en consideraciones racionales, y no en sentimientos. Consideraciones deliberativas, las cuales, para usar el ejemplo anterior, me llevarían a darme cuenta de que la situación de los niños de Siria, o de cualquier país subsahariano, es horrenda y merecedora de mi interés y de mi acción.
Hacia el final del libro, Bloom hace una vigorosa defensa de la razón, con el fin de apoyar su propuesta de una ética más racional que sentimental. Esa defensa también es necesaria: se ha puesto de moda la idea de que somos ante todo irracionales, y todas las investigaciones sobre sesgos cognitivos e inclinaciones no racionales de nuestro actuar parecerían confirmarlo. Esas investigaciones son importantes, nos dice Bloom. Pero agrega: ¿no son ellas mismas testimonio de nuestra racionalidad? ¿El hecho de que estemos estudiando científicamente la irracionalidad no es testimonio del poder de la razón? Punto muy persuasivo.
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