Etcétera / Crítica literaria
Patrick Leigh Fermor, el andariego
Juan Gustavo Cobo Borda
Nacido en Londres en 1915, su padre era un notable geólogo asentado en la India. Pero Leigh Fermor aspiró a una carrera militar, luego de ser expulsado de varias entidades educativas, incluso una para casos difíciles. No lo logró y a los 18 años decidió irse a pie desde Holanda hasta Constantinopla, hoy Estambul, con solo cuatro libras mensuales en el bolsillo y un volumen de Horacio en la mochila. Hitler acababa de subir al poder, pero el recorrido estaba poblado de pastores y condes, ríos y bosques, cuadros y castillos de un mundo que ya no existe más. La política solo aparece fugazmente, mientras él pasa de Holanda a Alemania y Austria, por Checoslovaquia llega a Hungría.
Dormir al aire libre, bajo las estrellas o en los corrales de las ovejas. Percibir las peculiaridades de cada lengua, de cada dialecto, en su curiosa fascinación por sus orígenes y fusiones. Detenerse en los paisajes, la pesca y la caza. Desarrollar teorías sobre pintura y arquitectura. Explorar los árboles genealógicos, las dinastías, reyes y emperadores. Comer pan negro, cebollas, queso con pimienta o licor de cerezas. Solo un joven atrevido podía desarrollar semejante programa, hasta cuando llegó a Constantinopla, el 1º de enero de 1935.
Muchos años después, en 1977, y apoyándose en sus viejos y un tanto estropeados diarios puso fin y publicó la primera parte de su periplo con el título de El tiempo de los regalos. Lo hizo famoso y se convirtió en un clásico de los libros de viaje ingleses. A el seguiría, en 1986, Entre los bosques y el agua.
El Tiempo de los regalos concluye con su visión del Danubio antes de entrar a Hungría. El tiempo solo ha teñido de auténtica nostalgia lo que vivió, pero la experiencia transcurrida ha robustecido su estilo y dado firmeza a su visión: todo le atrae.
Partió de un Londres lluvioso donde “los miembros de los clubes de Pall Mall, pensaban en el té chino y las tostadas con anchoas, subían a toda prisa los escalones”.
Para encontrarse con tradiciones curiosas y seculares, los viajeros humildes podían pasar la noche tranquila en una celda de la comisaría y, en Alemania, el alcalde del pueblo firma una orden para que lo acogieran en un albergue y al día siguiente recibiera un buen desayuno para continuar el viaje.
Era un mundo donde los afiches nazis y las fotos de Hitler no sustituían del todo las viejas serigrafías del emperador Francisco José y el águila bicéfala del Imperio. Los súbditos todavía le rendían tributo y sentían cariño por su venerable y resquebrajada figura.
Unos pocos pintores (Holbein, Durero y Cranach), a los cuales se añaden Altdorfer y Grunewald, nos revelan sus descubrimientos plásticos.
Pero son las enumeraciones de escudos y ejércitos los que nos transmiten tantos siglos de historia, de cabalgatas cruzando los mapas (pág. 123). “Los rombos azules y blancos del Palatinado y Baviera, el león rampante de Bohemia, las franjas negra y dorada de Sajonia, las tres coronas de los Vasa de Suecia, los cuadrados blancos y negros de Brandenburgo, los leones y castillos de Castilla y Aragón, los lirios franceses azules y dorados”.
Pero también están los rabinos y los nobles que leen a Proust en zapatillas y los cultos que podían ser los burgueses alemanes y sus hospitalarias gentilezas, remitiéndolo a lejanos parientes que tenían tiempo de agasajarlo con bailes, excursiones o algún intenso romance. Leigh Fermor agradecerá con su entusiasmo y algún dibujo de los anfitriones, mientras las célebres Viena y Praga no son menos importantes que villorrios o abadías con intrigantes monjes que cantan al alba o juegan a las cartas. Los vinos del Rin o el Mosela son tan decisivos como santos y herejías y así llegamos a hacer 2.000 kilómetros a pie, sin darnos cuenta, acompañando a este autor incomparable.
Luego, en la Segunda Guerra Mundial, y por su conocimiento del griego, será incorporado a los servicios especiales británicos en Creta, donde secuestrarán al general alemán Kreipe, en una arriesgada operación que le valió la Orden del Imperio Británico o la Orden de Servicios Distinguidos.
Pero su vocación era la escritura, que suscitó dos libros claves sobre una Grecia recorrida a pie o en mulo: Mani (1958) o Roumeli (1966), también en español en Acantilado.
Pero ahora esta edición en un solo volumen (RBA de Barcelona) de sus dos primeros tramos del mítico viaje, o de su iniciación juvenil en la madurez, será un deleite incesante de perspicacia, historia y humanidad compartida.
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