Etcétera / Curiosidades y….
Ondas gravitatorias
Antonio Vélez M.
Los logros científicos de Albert Einstein, quizás el cerebro más maravilloso que ha gestado la Tierra en toda su historia, parecen no terminar. A partir de su teoría general de la relatividad, el viejo Einstein pronosticó la existencia de un fenómeno físico no conocido por nadie en ese momento: ondas gravitatorias. Recordemos que en nuestro mundo cotidiano son muy comunes las ondas. Cuando en la calle se produce una explosión, al instante llegan a nuestros oídos las ondas sonoras o vibración de las moléculas de aire. Y conocemos las ondas electromagnéticas, ya sea porque un rayo de luz llega a nuestra retina, o porque observamos la impronta dejada por los rayos X en una radiografía, o a diario cuando detectamos su llegada con un receptor de radio o por medio de un teléfono celular, aunque convertidas en ondas sonoras por medio de dispositivos especiales. En otras palabras: vivimos inmersos en un mar de ondas.
Desde la antigüedad hasta hoy, las señales electromagnéticas fueron las informantes únicas de lo que existe más allá de la órbita terrestre. Pero ahora, el Observatorio Gravitacional de Interferometría Láser (LIGO, por su sigla en inglés) proporciona una nueva y poderosa herramienta para sondear las profundidades del universo: un detector formado por dos túneles idénticos en forma de L, cada uno de unos 4 km de largo. El instrumento fue diseñado para confirmar las intuiciones de Einstein, quien amplió atrevidamente el panorama ondulatorio: ondas gravitatorias, que se generan, por ejemplo, cuando dos cuerpos se desplazan aceleradamente.
Hace justamente un siglo, Einstein metió sus manos en el sombrero mágico, en su cerebro, y sacó de él un nuevo ente físico. Según el genio de Ulm, todos los cuerpos en movimiento (incluso nosotros) producen perturbaciones que se comportan como ondas. Y cuanto más grande sea la masa, o mayor sea la aceleración, más grandes serán las ondulaciones de energía que distorsionan la estructura del espacio-tiempo. Ondas imperceptibles para nuestros sentidos, y aún para nuestros instrumentos, por sensibles que sean. Decimos esto último pensando en los instrumentos conocidos antes de LIGO. Y así como un súbito movimiento telúrico genera una onda sísmica, la rápida aceleración de dos objetos masivos da origen a una serie de rizos ondulatorios, deformaciones que se propagan a la velocidad de la luz, contrayendo o dilatando de manera cíclica el espacio físico circundante. En rigor, una onda gravitatoria sería solo una construcción matemática, “una perturbación periódica de la métrica espacial”, a la que corresponden efectos físicos tangibles.
Si bien los astrónomos tenían evidencia indirecta de la existencia de las ondas predichas por el osado físico, hasta hace poco nadie había podido observarlas, pese al esfuerzo tenaz de científicos creyentes. El problema que tenían enfrente era el de detectar señales tan sutiles que ningún instrumento conocido era capaz de percibir. Por eso su existencia se había convertido en un puro acto de fe, y de pocos creyentes.
Pero las cosas cambiaron el pasado 11 de febrero, cuando el director de LIGO, David Reitze, hizo el anuncio que conmovió al mundo científico: “Hemos detectado ondas gravitacionales”. Se percibió esta vez el eco minúsculo de un cataclismo cósmico de dimensiones inimaginables: la fusión de dos agujeros negros, de masas unas 30 veces la de nuestro Sol, y tan lejanos que el eco de la perturbación tardó 1.300 millones años en llegar a la Tierra. Después de girar uno alrededor del otro durante siglos, los dos gemelos oscuros colisionaron brutalmente a velocidades cercanas a la mitad de la velocidad de la luz. Mucho ruido gravitatorio, imperceptible para nuestros oídos, pero no para la exquisita sensibilidad del instrumento de LIGO. Y como resultado de la colisión, oscuridad absoluta: un profundo agujero negro, con una masa 36 veces la de nuestro Sol.
Creemos en esta remota historia por medio de cerebros prestados, los de los físicos que nos aseguran que es así, y que nos resignemos a creerles. Einstein se estremeció en su tumba y murmuró: “Al fin me han creído los escépticos”. Y hoy le ofrecemos excusas, pero debe entender que la mayoría de los humanos somos muy limitados, y que tanta grandeza no nos cabe en nuestro litro y medio de materia gris.
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