Crítica literaria
Octavio Paz: cien años
Juan Gustavo Cobo Borda |
En 1914, hace cien años, nació Octavio Paz. Este mexicano universal vivió la historia de su país, pues tanto su padre como su abuelo fueron figuras públicas. Uno como patriarca liberal, el otro como caudillo zapatista. Y participaron en los avatares de la revolución mexicana. Pero muy pronto Paz aprendió a pensar por cuenta propia. Se fue a compartir con los cultivadores mayas de henequén y a discutir con sus compañeros de generación (Efraín Huerta también nació en 1914) sobre literatura y política en las oscuras noches de ciudad de México, recorriéndola a pie o en tranvía con la palpitante intensidad nerviosa de la adolescencia, azuzada tanto por la angustia como por el tequila.
De ahí brotarían sus primeros poemas y de allí resurgiría, muchísimos años más tarde, su “Nocturno de San Ildefonso”, su poema-memoria de aquella iniciación juvenil en los rituales de la poesía.
Pero muy pronto una beca le conferiría el signo de nómada, errante a lo largo de toda su existencia. Primero sería EE UU, donde vivió la confrontación del inmigrante mexicano en esa California y Los Ángeles, donde ya se conformaba una cultura propia que analizaría con su lucidez incomparable en el libro publicado más tarde y llamado El laberinto de la soledad. El primer clásico de su rica bibliografía, donde lecturas filosóficas y antropológicas lo sitúan frente al enigma indígena y a la presencia española en los arduos comienzos de la historia mexicana. A temas como orfandad y machismo.
Pero la historia lo aguardaba allí mismo: cuando en 1937, casado con la novelista mexicana Elena Garro, autora de Los recuerdos del porvenir, que incidirá en la composición de Cien años de soledad, fueron invitados al Congreso Intelectual en Valencia (España), para solidarizarse con la república española y denunciar el fascismo. La nómina era deslumbrante: Neruda, Vallejo, Nicolás Guillén, Huidobro, André Malraux, Rafael Alberto, Antonio Machado y un muy largo y prestigioso etcétera. Allí viviría la fraternidad de la lucha, pero también las inconsecuencias y tragedias de la política. Los comunistas que preferían perseguir (y matar) anarquistas y trotskistas, antes que combatir los fascistas de Franco, respaldados por Hitler y Stalin. Como lo ha analizado de forma brillante Enrique Krauze en su libro Redentores (2011) donde en más de un centenar de páginas estudia la relación de Paz con el tema de la revolución que ha infectado la vida política del siglo XX. Y sobre el cual, una y otra vez, ha vuelto, desde que en 1945, en Francia, ya como miembro del servicio exterior mexicano, supo del gulag estalinista y lo denunció en la revista SUR, en Buenos Aires.
Pero a la política Paz opuso la poesía, sea en su gran poema, “Piedra de sol”; y su libro de ensayos sobre poesía El arco y la lira. Fundador de muchas revistas, entre las que destacan al final Plural y Vuelta, su vasta y fascinante biografía Sor Juana Inés o las trampas de la fe resumirá su visión de México. Allí donde la época colonial se convierte en el espejo pertinente para comprender nuestros días.
En 1990 recibirá el premio Nobel y luchará hasta el final de su vida, en 1998, por ampliar el espacio democrático mexicano y brindarnos, con la belleza de su poesía y la inteligente penetración de su prosa, asideros morales para subsistir en estos países, de “energúmenos y aletargados”, como los definió.
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