14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 52 minutes | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Etcétera / Crítica literaria

Memoria de Jaime Jaramillo Uribe

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Juan Gustavo Cobo Borda

 

 

A Jaime Jaramillo (1917-2015) lo recuerdo por varios motivos. Uno, un tanto personal e incluso íntimo, cuando su esposa, Yolanda Mora, me llamó para pedirme que escribiera sobre su hijo Lorenzo, el gran pintor a quien había acogido en Buenos Aires con motivo de una exposición.

 

Yolanda había pasado a máquina las innumerables cartas que su hijo trotamundos le había enviado desde Francia, Italia y hasta la India y me dio una prueba única de confianza, pues eran, en verdad, reiteradas cartas de amor. Terminado el texto me citaron en su apartamento lindante con el parque El Virrey, poblado de libros, cuadros y objetos artesanales de toda América.

 

Con suma delicadeza, Jaime me sugirió un solo cambio: no utilizar la palabra sida como causa de su muerte. Hablar solo de su temprana desaparición por una enfermedad indeterminada. Superada así esa molestia, la charla fluyó ágil y con gracia. Yolanda había sido cortejada por el poeta Eduardo Carranza y había pruebas líricas escritas al respecto.

 

Yolanda le dio el visto bueno al texto, que incluiría Seguros Bolívar en su libro sobre Lorenzo Jaramillo y, por ello, me pidió que escogiera un grabado de su hijo que quería regalarme. Ante esto, Jaime saltó y manifestó por su parte que quería regalarme otro. Salí muy contento con dos grabados y la conmovedora imagen de una pareja mayor custodiando el recuerdo de su hijo.

 

En las colecciones bibliográficas que coordiné, la Biblioteca Básica Colombiana en el Instituto Colombiano de Cultura y la Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República, aparecieron sendos volúmenes de Jaime Jaramillo Uribe: La personalidad histórica de Colombia (1977) y, más tarde, Travesías por la historia  (1997), antología seleccionada por Gonzalo Cataño. En el primero, la frase clave: Colombia como el país de la aurea mediocritas. El término medio. Esto me llevó a compartir almuerzos en el Club Suizo con Mario Latorre y Ramón Pérez Mantilla, o en la cafetería del Campito, en la Universidad de Los Andes, o en el OMA de la 15, los sábados, con el poeta Charry Lara, el músico Germán Borda y el filósofo Rubén Sierra. A Jaime lo nutría el diálogo y la tertulia. Las noticias políticas y unas convicciones liberales, tolerantes pero firmes. Por tal motivo, aceptó la embajada en Alemania que le ofrecía el presidente López Michelsen.

 

El Manual de Historia de Colombia, que dirigió y se publicó en tres volúmenes, en 1978 y 1979, hubo de adelantarse a larga distancia, aun cuando sus antecedentes, en una reunión en Antioquia, en la casaquinta de Luis Ospina Vásquez, convoca la élite de la nueva historiografía colombiana, fueran discípulos suyos o investigadores que desde otras vertientes renovaban el pasado. Jorge Orlando Melo, Álvaro Tirado Mejía, Jesús Antonio Bejarano, Miguel Urrutia, Germán Colmenares. Allí convivieron también figuras como Eugenio Barney Cabrera y Eduardo Camacho, Gerardo Reichel y Rafael Gutiérrez. Germán Téllez y Jorge Palacios. Juan Friede y Salomón Kalmanovitz. El Manual marcó una época y un cambio de rumbo y recibió el excesivo homenaje de tres feroces editoriales de Álvaro Gómez Hurtado, en El Siglo, acusándolos a todos de comunistas.

 

Pero Jaime Jaramillo ya estaba curado de sustos. En los treinta había visto desfilar por las calles de Bogotá a Gilberto Alzate y sus huestes falangistas: Eduardo Carranza, Jorge Eliécer Ruiz, Eduardo Cote, Rafael Gutiérrez, que luego disfrutarían bajo Franco de becas en España de Cultura Hispánica.

 

Sin embargo, en sus ensayos, cautos, reposados, comienza por hablar de la decadencia española y en América de la esclavitud, el mestizaje y la caída de la población indígena. Del papel de la mujer y del influjo del romanticismo francés en nuestros publicistas.

 

Temis publica, por fin, El pensamiento colombiano en el siglo XIX  (1964), su libro más vasto que Leopoldo Zea le había solicitado hacía muchos años para una colección mexicana que no prosperó. Lector tanto de Marx como de Proust, había adelantado en ECO varios de sus capítulos, como el dedicado a Rafael Núñez.

 

En la Nacional y en Los Andes, o en la Universidad de Hamburgo, fue un profesor que preparaba sus clases (la sociedad americana a través de sus novelas) y pudo así elaborar justos perfiles de figuras como el brasileño Gilberto Freyre y contribuir a proyectos como el papel de la ciudad en nuestro continente propiciados por el argentino José Luis Romero. Con sus blancas patillas de prócer y sus sacos de tweed de catedrático inglés, nos ofreció en sus visitas a archivos, censos y notarías una nueva mirada a la memoria de un país, donde las figuras tradicionales de apellido reconocido dan paso a los conflictos raciales o las luchas sindicales. Cambió el pasado de modo radical y nos hizo conscientes de nosotros mismos. 

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