Doxa y Logos
Lutero y Erasmo
Nicolás Parra
Hace 500 años, Lutero pegó en la puerta de la iglesia de Wittenberg sus 95 tesis. Algunos sostienen que ese fue el inicio del mundo moderno en el que el hombre se liberó de las ataduras de la iglesia y transformó su acceso a Dios; un acceso por la fe, sin mensajeros ni pasajes. Sin embargo, si se analiza detenidamente la Reforma Luterana, es posible entrever que no fue el inicio de la modernidad, sino una nueva indumentaria del dogmatismo; no fue el comienzo de una humanidad que duda de sí, como lo sugirió años después Descartes, y tampoco fue el inicio de una verdadera creencia de que el hombre es libre. Ni el escepticismo ni la creencia en el libre albedrío proviene de Lutero, sino de un verdadero humanista apologético de la libertad, un conciliador en una época turbulenta: Desiderius Erasmo van Rotterdam. Quizás Stefan Zweig suene muy dicotómico al contraponer a estos exponentes de la Reforma, pero en algo tenía razón: “Erasmo y Lutero, razón y pasión, religión de la humanidad y fe fanática, supranacional y nacional, diverso y único, flexible y rígido se repelen entre sí, como el agua y el fuego”[1].
El carácter y las obras de Lutero y Erasmo son incompatibles. El primero quiere liberar a los creyentes del yugo de la iglesia, pero condena al hombre impidiéndole su salvación por sus propios medios. El segundo, en cambio, quiere mediar entre el Papa y la Reforma, quiere armonizar la iglesia con la fe, y libera al hombre al argumentar a favor de su libre albedrío y su relativa independencia frente a la voluntad divina. Se podría decir que Lutero inició la liberación interna del hombre al darle paso a su salvación a través de la fe, mientras que Erasmo promovió su liberación externa al resaltar su libertad y el influjo de esta en su salvación. Lutero, el agustino, buscaba revolución, instaba a la acción, y tenía un tufo de radicalismo difícilmente comparable con el de sus coetáneos. Erasmo, el humanista, buscaba la conciliación entre las fuerzas tradicionales y las reformistas, promovía la cautela y la pluma como el arma predilecta para desarmar a sus contradictores quienes lo consideraban un cobarde incapaz de tomar partido en contra o a favor de la reforma. Para Stefan Zweig, esa diferencia de temperamentos se manifestaba en que en Erasmo todo tiende en definitiva a la paz y la tranquilidad del espíritu; en Lutero, a la máxima tensión y a la conmoción de los sentimientos. Por eso Erasmo, el escéptico, es el más fuerte cuando se trata de hablar de precisión, sobriedad, exactitud, mientras que Lutero, el pater exstaticus, lo es cuando la ira y el odio le salen ferozmente por la boca.
Sus encuentros y desencuentros fueron constantes. Su primer contacto fue cuando Spalatin, secretario del príncipe de la Corte de Sajonia, le habla a Erasmo de Lutero y le dice que el monje agustino lo respeta mucho, pero que discrepa de su posición frente al pecado original. Años después, el tono cambió. Lutero le imputa ser solo “un espectador más de nuestra tragedia” y con algo de condolencia e ira le dice que entiende que “el señor aún no os ha dado la firmeza, el valor y el sentido suficientes para que aprobéis la lucha contra este monstruo [de la iglesia] y reconfortado marchéis a nuestro lado contra él…”. Erasmo, con la destreza de su pluma y su habilidad en las discusiones teológicas, no discute con Lutero en el plano ideológico ni indicando sus contradicciones entre lo que dice y lo que predica. Erasmo apunta su flecha al talón de Aquiles de las 95 tesis, a la mayor debilidad de la doctrina luterana: su negación de la libertad humana. Y hace la pregunta imposible para Lutero: ¿si no somos libres sino solo la manifestación de la voluntad divina, entonces, qué sentido tiene actuar bien?
En 1524, Lutero, con el estilo burdo que lo caracterizaba, responde a Erasmo diciendo que “mientras que con los demás libros me he limpiado el c…, para hablar con educación, éste de Erasmo sí lo he leído, pero con ganas de dejarlo para otro día”[2]. Y luego reconoce que él es el único de sus adversarios que ha visto el “nervio del asunto”. Pero ese nervio no solo era su diferencia de posición frente a la existencia de la libertad –que Erasmo afirmaba y Lutero negaba–, pues sostenía que la fe era la libertad interior a la que tenía acceso el hombre. El nervio del asunto era su concepción misma sobre la cristiandad: para Erasmo era una forma de vida que ama la paz y la tolerancia; para Lutero no era la paz, sino la palabra de Dios la que debía ser defendida con pluma y espada. Lutero termina el intercambio epistolar reafirmando su posición sobre el libre albedrío y expresando que solo Dios sabe que la reforma “no es por mi voluntad sino por la suya, divina y libre”.
No puede decirse que Lutero es el antecesor de la modernidad por haber reclamado el espacio de “libertad de conciencia” o por haber minado algunos cimientos perjudiciales del catolicismo. En cambio, es Erasmo, con su escepticismo y su defensa del libre albedrío, el que cimentó el camino y aportó más ingredientes modernos que el fanatismo pasional luterano. Hay que ser más erasmianos en estos 500 años de conmemoración de la Reforma y cuestionarnos si Lutero fue realmente el gran liberador de la humanidad. El antecesor de la modernidad no puede ser un incrédulo de la libertad humana. Pero la modernidad no es unívoca y, en ese sentido, ella solo podía surgir por un choque de mentalidades, como las de Lutero y Erasmo: dos temperamentos que continúan en nuestro ADN individual y colectivo sin que nos demos cuenta.
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