11 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 20 minutes | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

Las listas decembrinas y mi cuento del año

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Nicolás Parra Herrera

@nicolasparrah

 

En esta época abundan las listas de “los mejores” del año. Los medios de comunicación publican sus “top 10” de la música, la literatura, las películas, las series o de la categoría más reciente: los podcasts. Yo confieso que tengo una pulsión por ver estas listas. No sé muy bien por qué. Quizás sea porque equivocadamente pienso que resumirán lo que me perdí y aún puedo recuperar, como si al leerlas se apaciguara la ansiedad de que “el tiempo nunca es suficiente”. Quizás porque asumo que quienes publican estas listas tienen más conocimiento y legitimidad que yo para destilar la información y administrar hábilmente un criterio lleno de ambigüedad: “lo mejor”. O simplemente porque al final la energía para pensar es escasa y qué mejor que mirar para atrás y recuperar algo de un año esquivo y trepidante.

 

Yo, por ejemplo, nunca le había pedido a mi círculo de amigos más cercanos que me mandaran su “top 10” en la categoría que los apasiona. Este año empecé a hacer la tarea, pero fracasé casi de inmediato. Pocos podían mencionar más de tres favoritos; otros, con razón, decían que les era imposible determinar qué habían leído este año y qué en el año anterior. El confinamiento había cambiado su percepción del tiempo y el espacio. Y otros me decían que “depende”, también con razón, aludiendo a que “lo mejor” es un criterio plástico y sometido a preguntas menos discutidas en las listas, como ¿mejor para qué? Desistí y dejé la tarea para otra oportunidad. En lugar de recopilar listas, decidí más bien escribir de una sola cosa: El mercader y la puerta del alquimista de Ted Chiang, el mejor cuento que leí este año. El cuento hace parte de la colección de cuentos Exhalation del mismo autor. Fue publicado en el 2019, pero entra en “mi” lista del mejor cuento del 2020 porque, bueno, llegó a mis manos este año. Luego también me enteré de que el libro había caído en las listas de fin de año del 2019, pero tampoco llegó a mí por ellas. A veces los libros que más nos hablan llegan por las personas con las que más hablamos. A veces llegan envueltos, además, en un mandato casi bíblico, “no puedes dejar de leer este libro”, o una promesa difícil de rechazar: “te va a cambiar la vida”.

 

Chiang es un escritor de ciencia ficción conocido por inspirar la película Arrival (La Llegada) y un autor que, como lo sugirió la escritora Carol Joyce Oates, muestra que la tecnología no es distópica, sino que probablemente fomenta, en vez de disminuir, la curiosidad humana y la capacidad de hacerse viejas preguntas filosóficas. El mercader y la puerta del alquimista, un cuento sobre un portal del tiempo, fue inspirado, según Chiang, por el físico Kip Thorne, quien en los noventa sostuvo que era posible crear una máquina del tiempo que obedeciera a la teoría de la relatividad. Thorne describía esta máquina como dos portales en distintos momentos del tiempo. Pero lo que más le llamó la atención a Chiang es que Thorne sostenía que la visita al pasado no venía acompañada de la posibilidad de cambiarlo. Chiang cuenta que emparentó, como suele hacerlo en otros de sus cuentos, esta idea científica con la idea religiosa de la aceptación del destino como uno de los artículos de fe en el islam. Y es justo ese el escenario del cuento: en el Lejano Oriente Medio, un mercader de seda de Bagdad descubre en una tienda de artesanías un portal que le permite visitar a su “antiguo” yo. Aunque en sus visitas no puede cambiar el pasado, tendrá encuentros inesperados que lo llevarán a “conocer el pasado y el futuro con más profundidad”.

 

El dueño del portal le aclara al mercader que deberá aceptar el destino. No puede modificar el pasado en sus visitas. Luego comprendemos las motivaciones del mercader para cruzar la puerta del alquimista, motivaciones que reflejan, creo, una de las excusas que muchos tenemos para revisitar el pasado: el arrepentimiento por haber hecho algo o el remordimiento por haberlo dejado de hacer. El mercader, por ejemplo, lamentaba una acalorada discusión con su prometida, quien poco después murió por las heridas que le produjo el derrumbe repentino de una mezquita. El mercader no la volvió a ver después de la discusión y, tras enterarse del accidente, se sintió responsable de su muerte, y jamás pudo expiar su culpa. No sabemos cuál será la última palabra que le regalaremos a nuestros seres queridos antes de que abandonen este mundo.

 

No voy a contar el final del cuento. Los invito a leerlo. El cuento fue mi favorito de este año, entre otras razones, porque me recordó que no sabemos cómo nos despediremos de este mundo. Me recordó que tampoco sabemos cómo despediremos a los otros, con qué palabras y qué gestos. Me recordó que la idea que los otros “se llevan” de uno puede ser distinta a la que creemos. Me recordó que el arrepentimiento con frecuencia nos lleva a revisitar el pasado y que, al hacerlo, no podemos cambiar nada de él. Sin embargo, también me recordó que la visita al pasado es liberadora, no solo porque podemos rearticular sus piezas para resignificarlo; también lo es porque al revisitarlo quizá podamos articular el arrepentimiento, la aceptación y la pena de una forma transformadora en historias en las que somos a la vez actores, espectadores y (como a veces creemos) narradores. Como dice Chiang: “nada borra el pasado. Hay arrepentimiento, hay expiación, y hay perdón. Eso es todo, pero es suficiente”. Me llevo esta pequeña idea del cuento en lugar de las múltiples listas del año.

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