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24 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 5 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Mirada Global

La teoría y la práctica de la libertad en Colorado

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Daniel Raisbeck

 

Antes de morir en 1973, el empresario estadounidense Pierre F. Goodrich apartó buena parte de su sustancial fortuna, generada sobre todo en el sector minero, para crear una fundación dedicada a la defensa de las ideas del individualismo, del libre mercado y de un Estado eficiente, pero mínimo en su alcance burocrático. 

 

El fuerte de Liberty Fund, el nombre que Goodrich escogió para su fundación, son los coloquios socráticos que organizan en distintas ciudades del mundo y que reúnen a académicos, periodistas, políticos y figuras del sector privado, entre otros, para discutir textos clásicos previa y rigurosamente escogidos.  

 

Un coloquio de Liberty Fund no es una clase magistral; ergo su naturaleza “socrática”. A diferencia de Sócrates, sin embargo, el líder de la discusión simplemente se asegura de que ningún participante monopolice la palabra. Tampoco hay respuestas o interpretaciones correctas ni erróneas de los textos. Prima la importancia de la discusión libre y del intercambio civilizado de ideas y argumentos. Goodrich creía firmemente que el mero ejercicio de leer a autores como Montaigne, Goethe y Tocqueville y analizarlos con un espíritu indagador necesariamente engendra la libertad humana.

 

Durante el descanso de un reciente coloquio en Denver (Colorado), el cual giró alrededor de textos del economista Friedrich von Hayek y otros autores, tuve la oportunidad de explorar los efectos de las ideas de la libertad una vez puestas en práctica. De antemano sabía que Colorado es uno de los nueve Estados que han legalizado la venta y el consumo de la marihuana para usos recreativos.

 

Pero ¿realmente podía ser tan sencillo el asunto como entrar a una tienda y comprar cualquier cantidad de una sustancia cuya mera posesión es causal de encarcelamiento en otros Estados y en otros países, incluyendo en Colombia más allá de la dosis mínima?

 

Tras una breve búsqueda en Google averigüé que a pocas cuadras de mi hotel en el centro de Denver se encuentra el Native Roots Dispensary, una tienda autorizada por el gobierno local -en últimas, la legalidad de la marihuana recreativa la determinan las ciudades y los condados- para vender cannabis y productos relacionados con su uso. En su exterior, el “dispensario” se anuncia únicamente con una cruz verde en su estandarte, lo cual me trajo a la mente el símbolo rojo de las farmacias alemanas. Quizá no sea una coincidencia, dado el origen médico de la liberalización de las leyes prohibicionistas en numerosos Estados.

 

Una vez adentro, descendí una escalera, le entregué mi pasaporte a una joven detrás de una ventanilla y me senté en una sala de espera mientras anunciaban mi turno de entrar al almacén como tal. Alrededor mío esperaban varios jóvenes de edad aproximadamente universitaria -inevitablemente concentrados en las pantallas de sus teléfonos móviles-, pero también varias personas no menores de 50 años de edad, uno de ellos con apariencia de alto ejecutivo en atuendo de fin de semana de verano.           

Rápidamente llamaron mi nombre desde la ventanilla y de repente me encontré en la fila de un almacén altamente organizado. A un lado hay un estante con camisetas que exhiben el nombre de la tienda o “marcas” como Lavender Jones, una cepa de cannabis según mi omnisciente buscador digital. Ninguna se vende por menos de 25 dólares.

 

Detrás del mostrador principal, varios jóvenes atienden expertamente las necesidades de sus clientes y en ocasiones consultan a un supervisor. Los estantes muestran productos en empaques llamativos -galletas Ganjala de caramelo con 10 miligramos de THC, “famosa creación de Colorado”- o en cajas negras de complejo ensamblaje. El ambiente parece una mezcla entre Woodstock y un almacén de Apple, quizá el paraíso del bohemio aburguesado.     

 

Cuando un vendedor me pregunta qué quisiera comprar empiezo por admitir mi ignorancia absoluta de la industria. Con justificación científica recomienda para un neófito un cigarrillo (joint) ya enrollado de “arándano diesel”. Suena algo más frutal y explosivo de lo que esperaba, pero acepto su sugerencia. Pronto tengo en mis manos un tubo de plástico sellado con la certificación de que el producto al interior contiene 18,37 % de THC y 0 % de cannabidiol (CBD). También hay una advertencia: es ilegal transportar el producto más allá de las fronteras de Colorado o vendérselo a cualquier individuo menor de 21 años.

 

Además, el vendedor me entrega una factura que comprueba que pagué seis dólares por el cigarrillo, 91 centavos de impuesto estatal de Colorado a la venta del cannabis, otros 21 centavos del impuesto local de Denver, 22 centavos del impuesto municipal y siete centavos que se destinarán para fines culturales, todo por un total de siete dólares con 40 centavos.   

    

Segundos después estaba en la calle, caminando hacia mi coloquio con el asombro de que la transacción completada hubiera sido completamente legal, transparente y fiscalmente registrada, mientras que cientos de miles de personas han perdido su libertad o su vida por intentar hacer lo mismo en lugares menos ilustrados que el Denver actual.

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