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19 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 4 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Mirada Global

La olvidada tradición hispana de la libertad

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Daniel Raisbeck

 

¿Por qué yace la mayor parte de Latinoamérica en el subdesarrollo? Según los autores Edmund S. Phelps y Juan Vicente Solá, el principal problema de la región es la desconfianza general frente a las fuerzas “anárquicas” del mercado y la prevalencia del corporativismo, el tipo de intervención económica en la cual “un número limitado de empresas dominantes negocian la repartición de los recursos públicos con agencias estatales y sindicatos”.

 

Lo anterior se da bajo la justificación de nebulosos conceptos colectivistas, por ejemplo, “la harmonía social” o “la unidad nacional”. El resultado inevitable es la coacción de la iniciativa individual, la merma de la innovación en el sector privado y la eliminación de la libre competencia que beneficia al consumidor y, en últimas, a la sociedad entera.

 

Phelps y Solá presentan al caudillo argentino Juan Domingo Perón como el arquetipo del autócrata antindividualista suramericano. Al nacionalizar industrias, extender el control estatal sobre grandes segmentos de la economía y reprimir la libertad individual, Perón usó métodos brutales, aunque siempre en nombre de la solidaridad. Y la influencia de su política “antiegoísta” trascendió las fronteras de Argentina; en varios países de la región surgieron tiranos –usualmente militares– con ansias por usar sus métodos corporativistas.

 

Si la única alternativa local al “socialismo del siglo XXI” fuera el corporativismo autoritario de Perón, el futuro de Latinoamérica sería inequívocamente sombrío. Por fortuna, sin embargo, existe un legado paralelo de libertad, individualismo y el respeto por los derechos de propiedad que, aunque en gran medida olvidado, forma una parte integral de la tradición hispana. En el pasado, esta herencia produjo resultados extraordinarios.

 

De hecho, Perón encontró más que suficiente riqueza para redistribuir en Argentina, porque el país era uno de los más prósperos del mundo al inicio del siglo XX. Según los autores de un estudio reciente publicado en el Latin American Economic Review, en 1913 Argentina “era más rica que Francia o Alemania, casi duplicaba la prosperidad de España y su PIB per cápita por poco igualaba el de Canadá”. La fuente de tal creación de riqueza –un fenómeno sin precedentes en Suramérica– era la Constitución argentina de 1853. Esta declaró inviolable la propiedad privada, prohibió la expropiación, promovió la inmigración (explícitamente en el caso de europeos), permitió la libre circulación de bienes entre provincias federadas, abolió la esclavitud y estableció la libertad de culto y de prensa.

 

Los constituyentes argentinos, quienes buscaban crear una república tras la caída del dictador Juan Manuel de Rosas, se inspiraron en las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, texto publicado en 1852. Su autor era el liberal clásico y polímata Juan Bautista Alberdi, quien observó que la generación que había ganado la independencia contra España preciaba la gloria militar sobre todas las cosas. Por ello desdeñaba el comercio y los lujos mientras anhelaba el ideal espartano de una casta marcial heroica, austera e indiferente hacia los deseos materiales o las influencias foráneas.

 

Aunque elevados, dichos principios no mejoraban las condiciones materiales ni el “estado oscuro y subalterno” en que se encontraban las nuevas repúblicas. Alberdi argumentó que, para cumplir el potencial de la independencia, Argentina requería “la inmigración libre, la libertad de comercio, los caminos de fierro (y) la industria sin trabas”. Era indispensable dejar prosperar al mercader, “dar pobladores” a países desiertos y suprimir las distancias entre regiones aisladas con vías férreas y fluviales. Sobre todo, escribió Alberdi, urgía una Constitución que valorara la práctica más que la teoría y que abordara las necesidades inmediatas de Argentina, no abstracciones atemporales o las condiciones de países europeos con muchos siglos de desarrollo previo.

 

La inmigración posterior demuestra el tremendo éxito del proyecto político y económico de Alberdi. Según la economista Blanca Sánchez-Alonso, Argentina recibió 3,8 millones de inmigrantes en términos netos entre 1881 y 1930, situándose detrás solo de EE UU como destino migratorio en América. Como escribe Marcelo Duclos, muchos migrantes del Viejo Mundo decidieron partir hacia Nueva York o hacia Buenos Aires “exclusivamente por el horario de salida de los barcos”.

 

Para imponer su modelo corporativista, el peronismo debió atacar los fundamentos del pensamiento de Alberdi. Como escribe Alejandro Herrero, teóricos peronistas como Angel Martín libraron su batalla contra el liberalismo y el “individualismo egoísta” de la Constitución de 1853, la cual “lesionó la tradición cristiana de los argentinos” al introducir la libertad de culto –denunciada como “ateísta”– y el materialismo propio de la escuela de Manchester. De manera contraria, la Constitución de 1949 debía restaurar la tradición cristiana y ligar “al individuo a la sociedad.”

 

Dicha visión estatista ignora que, en los siglos XVI y XVII, los clérigos neoescolásticos asociados a la Escuela de Salamanca sentaron las bases filosóficas de los derechos individuales y la libertad económica. En últimas, la tradición hispana de la libertad es una herencia cristiana.

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