12 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 1 hour | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

La Escuela de la Vida (The School of Life)

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Nicolás Parra

n.parra24@uniandes.edu.co / @nicolasparrah

 

Hace un par de meses, un amigo me dijo que, desde hace unos años, se había creado un centro de pensamiento denominado “la Escuela de la Vida”, dedicada al desarrollo de la inteligencia emocional a través del arte, la filosofía y la literatura. Básicamente, la idea es ayudar a que las personas aborden esos asuntos cruciales en el día a día, que las universidades no tocan directamente: ¿Cómo desarrollar nuestras relaciones humanas? ¿Cómo darle sentido a nuestro trabajo? ¿Cómo llegar a un acuerdo con los otros y con nosotros mismos? ¿Cómo controlar nuestras ansiedades? y, en fin, casi cualquier pregunta de libro de autoayuda: ¿Cómo realizar una actividad “x” para cultivar mi ser en un aspecto “y”?

 

La Escuela de la Vida fue fundada en Londres por el filósofo Alain de Botton y otros académicos.

 

Actualmente, ya cuenta con sedes en París, Ámsterdam, Río de Janeiro y Melbourne, entre otras. Es una institución que profesa no estar vinculada a ningún credo, religión o ideología, simplemente cree firmemente que la filosofía, el arte y la cultura pueden cambiar ciertos aspectos de la vida relacionados con el trabajo, las relaciones, el consumo, el sexo, la religión y nuestra identidad personal.

 

El proyecto es, sin lugar a dudas, loable, pues extiende los linderos de la filosofía más allá de la academia y más acá de la vida cotidiana. Sin embargo, ha tenido varios detractores, empezando por los filósofos académicos, que escriben objeciones del tipo “aceptémoslo de una vez, eso no es filosofía. Qué alivio” o “la Escuela de la Vida es melosa y banal”. En gran parte, estas críticas no solo surgen por los celos que produce, como lo sostuvo el Financial Times, el hecho de que Alain de Botton venda 22.000 libros más que cualquier libro de filosofía académica”. También surgen porque, en efecto, existe algo de meloso en la Escuela de la Vida, algo que cualquier filósofo desestimaría: no siempre el ejercicio de la filosofía va ligado, necesariamente, con un mejoramiento de las condiciones vitales, no siempre la filosofía nos lleva a vivir una mejor vida.

 

Coincido con de Botton en que la filosofía no puede reducirse únicamente a un ejercicio académico con alto rigor técnico e inmune, en muchos casos, a la antigua promesa socrática, según la cual, hacer filosofía es examinar la vida. Pero también creo que de Botton y la Escuela de la Vida, en ocasiones, se olvidan de que la filosofía se originó con el asombro y la incomodidad de hacer preguntas que revelan nostálgicamente nuestra incapacidad de responderlas con la luz de la certeza. Esa incomodidad puede ser dolorosa.

 

El reconocimiento de que la verdad es un camino y no un destino no nos convierte en mejores personas. La filosofía no siempre nos lleva a vivir de la mejor manera posible; a veces las preguntas filosóficas llevan a una parálisis práctica, como la que sentían los interlocutores de Sócrates, cuando este les hacía preguntas que los llevaba hasta el punto de desconocer lo que antes creían firmemente.

 

En la crisis actual que tenemos de las humanidades, proyectos como la Escuela de la Vida deben ser bienvenidos, pues hacen más evidente el papel que tienen las humanidades en cultivar ciertos tratos y hábitos en los seres humanos que los pueden afinar más a lo que en ciertas circunstancias se exigirá de ellos. Al fin y al cabo, qué mejor que creer que Tolstoi, Proust, Sócrates, Nietzsche y James nos pueden cambiar la vida.

 

En fin, qué mejor que creer que la filosofía no es más que eso: una actividad para vivir bien. Pero esto lo debemos tomar con beneficio de inventario: a veces la filosofía y la cultura nos retuercen las vísceras, a veces leemos libros que nos lanzan contra la pared, a veces la filosofía implica un acto de valientes, pero dolorosa humildad de descubrir la tensión entre nuestra capacidades e incapacidades.

 

En todo caso, esto nos muestra facetas de lo que significa existir, que no necesariamente nos hace vivir mejor, pero que hacen de nuestra existencia, parafraseando a Leila Guerriero, una dolencia gozosa.

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