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25 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 5 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

La enseñanza en la virtualidad

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Nicolás Parra Herrera

@nicolasparrah

 

Hace unas horas terminé de dictar mi primer curso virtual sobre negociación, mediación y derecho colaborativo en la Escuela de Verano de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. El curso estaba planeado para impartirse presencialmente, pero luego, como sabemos, todo pasó y el curso, como la vida, o dejaba de pasar o se adaptaba. Las alternativas eran cancelar el curso o dictarlo virtualmente. Tuve muchas dudas. Intuía, como luego lo corroboré, que un curso virtual puede ser el doble de trabajo para el profesor y tener el doble de probabilidades de fracasar. Me imaginaba la competencia que entablaría con otras distracciones que no están en un salón de clase por la atención sostenida de los estudiantes y adoptaría –para no enloquecerme– la creencia o la fe, mejor, de que cuando me miraran estarían viéndome y escuchándome. Aunque sabía que bien podían estar sonriendo por un chiste en alguna red social o por la receta del almuerzo que prepararían apenas terminara la clase. Decidí, entonces, continuar con el curso con vértigo: para un profesor la idea de dar una clase virtual es como pedirle a un basquetbolista que juegue béisbol –y claro, el profesor no es Michael Jordan para hacer ese tránsito tan suave como lo hizo el jugador de los Chicago Bulls–. 

 

A unos meses de iniciar el curso, me puse en la tarea de escuchar el testimonio de los profesores que ya habían pasado por esa experiencia, quizás para asegurarme de que todo iba a estar bien o quizás para tranquilizarme de que no había nada que yo pudiera hacer distinto de hablar como siempre hablo, preguntar lo que pregunto y sonreír como sonrío en un salón de clase. Estaba equivocado. Leí un texto en la revista The New Yorker de Jeannie Suk Gersen, profesora de Derecho Constitucional de Harvard, quien comenzó a transformar mi miedo en un reconocimiento de la fragilidad de los procesos educativos –físicos y virtuales–. Y quien, sobre todo, comenzó a abrirme los ojos para ver los potenciales beneficios que tenía la educación virtual.

 

Primero, la relación vertical y de autoridad del profesor se mitiga. Ya no hay podio en el que uno se esconda o tablero a las espaldas que lo haga sentirse a uno “respaldado”: ahora somos todos unos cuadritos del mismo tamaño (por lo menos en Zoom) que van aleatoriamente nadando y cambiando de posición como nuestras ideas y creencias. Segundo, los estudiantes tímidos, para Suk Gersen, estaban más dispuestos a hablar en un salón virtual (algo que confirmé con mis estudiantes). La idea de que se sintieran en un lugar seguro, propio, menos observados, les daba el empujón que necesitaban para expresar sus ideas, algo que en una clase presencial es esquivo. Tercero, la cercanía fue otro punto que verifiqué rápidamente. Desde el inicio les pedí a todos que mantuvieran su cámara encendida salvo que existiese alguna razón que, a su juicio, fuera suficiente para no hacerlo. Lo dejé a su discreción, pero la gran mayoría del tiempo todos estaban con la cámara prendida. Al final del curso, los estudiantes me admitieron que eso ayudó a su concentración (espero que no sea por un panoptismo virtual) y que terminó creando mayores vínculos entre los participantes del curso. Pero la cercanía también existe en otro sentido que Suk Gersen no comenta y es que la virtualidad me dio la oportunidad de invitar a personas en Colombia y fuera del país como expertos en los temas del curso y, en ocasiones, a los mismos autores que estábamos leyendo para que los estudiantes pudieran aprender de ellos y confrontarlos. Para los invitados era tan fácil como ponerse unas pantuflas, ir a su estudio y abrir un link. La virtualidad, comencé a pensar, tiene en algunos cursos la capacidad de brindar opciones educativas que no estaban disponibles en un curso presencial. Por ejemplo, el profesor de mediación de Harvard, David Hoffman, difícilmente hubiera aceptado montarse a un avión nueve horas para dictar una clase en Bogotá. Y, en todo caso, no tenía los recursos para pagarle el viaje. Pero con la virtualidad él aceptó la invitación generosamente y les enseñó a los estudiantes que la mediación es el arte de hacer preguntas. Y quizás ese también sea el arte de la educación.

 

Quizás los profesores que han afinado esa forma de escucha y curiosidad, hoy puedan pasar a la virtualidad pensando que el arte de preguntar sigue siendo uno de los modos de aprender a pesar del cambio. Así como el tránsito de la oralidad a la escritura en el siglo V a. C. se volvió uno de los sismos en la cultura e hizo que un alumno, Platón, tradujera las enseñanzas de su maestro, Sócrates, a otro medio, hoy, los profesores y los estudiantes tenemos esa tarea de traducción en la virtualidad. Lo importante es que, en el acto de traducirnos, el arte de preguntar no muera. Los profesores tenemos miedo de que la virtualidad nos haga obsoletos; yo creo que abrirá espacios dialógicos en los que los profesores contenemos las conversaciones que se tejen en las clases, pero tenemos que ganarnos la confianza de los estudiantes. Ya no hay podio que simbolice nuestra autoridad formal. La educación virtual revelará, como sugirió Suk Gersen, la imperfección, la humanidad y lo domésticos que somos, y exigirá que afinemos el arte de preguntar en otros medios. A lo mejor con suerte cuando se termine el curso uno sienta que se deja algo ahí en ese espacio no-espacio, de que la alquimia de la examinación de sí pasó por ahí en la virtualidad.

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