Etcétera / Crítica Literaria
Hace cien años alguien despertó convertido en un insecto
Juan Gustavo Cobo Borda
El doctor Kafka, abogado de la Universidad Karl Ferdinand, tenía trabajo como asesor jurídico de la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo para el Reino de Bohemia y Moravia. Pero en realidad prefería escribir de noche fragmentos en prosa que hablaban de la ley y la culpa, de tribunales y abogados, de la construcción de la muralla china. Algunos podían considerarse como alegorías. Otros eran la descripción precisa de complejos rituales como cuando “En la colonia penitenciaria” se marca con agujas en la piel del condenado el nombre de la falta que ha cometido, donde la sangre y el agua, y una máquina ya un tanto arruinada, cumplen esa función en una isla. En todo momento, en medio de estas ceremonias, se van formulando las argumentaciones en torno a tales procedimientos.
Kafka escribe en Praga y en ello se confrontan dos lenguas, el alemán y el checo, la tradición judía y su simbolismo cabalístico, el humor del teatro en yiddish, y sus amados Dickens y Dostoievski, cuyo Crimen y castigo sería la plantilla que se trasluce en El Proceso.
Pero Kafka (1883-1924) era también un insólito visionario, que con sus grandes orejas, se identifica con el Señor Grajo, el Señor Topo, el Señor Corneja, y arma insólitas cruzas “mitad gatito, mitad cordero”. Su último relato será Josefina la cantora, una rata que ostenta todos los caprichos y exigencias de una diva de ópera. Ese era Kafka, nadador y jardinero, que pasó muchas temporadas en sanatorios para combatir su tuberculosis, y que en medio de la tos y la sangre, escribió también innumerables cartas de amor y de indecisión. Conmueven las que dirigió a Milena Jesenská, su traductora al checo, donde consigna:
“Escribir cartas, sin embargo, significa desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas”.
La postergación, el aplazamiento infinito, la espera de toda una vida ante una puerta que estaba abierta desde el comienzo, las muchas esperanzas pero no para nosotros: esto también se aplica a sus tres grandes novelas: El Proceso, El Castillo y América, publicadas póstumamente y para las cuales había pedido la destrucción. Quizás pensaba que como todo lo suyo no era más que un fracaso. Un sueño de plenitud que no logró. Ese deseo también le fue negado.
Sin embargo, qué larga perdurabilidad de esos agentes viajeros, de esas posadas en ruinas, de esos simios que en una magistral disertación ante la Academia, muestra cómo “alguien que fue mono ingresó al mundo de los humanos y se instaló firmemente en él”. Incomprensibles dependencias entre mendigos y orantes, agrimensores y criadas. Y la atmósfera opresiva que se cierne sobre esas aldeas al borde del mundo circundadas de bosques y forestas donde impera la caza. Pero como lo señala Roberto Calasso en su magistral lectura titulada solo K (Barcelona, Anagrama, 2005): hay una obsesión erótica, “marcada por la aspereza del derecho penal”.
Pero no solo los tribunales y los juicios, sino también el mundo rural y un horizonte de ficción, a veces literaria, a veces cinematográfica, nos demuestra cómo esas breves fábulas de indios a caballo, de circos en EE UU, o de árabes y chacales, dibujan el mundo de la cárcel anónima que nos cerca con su papeleo y sus trámites, con los muchos expedientes amarrados con cuerdas con que Orson Welles, en su versión fílmica de El proceso (1962), nos cerca, agobia y aplasta.
Todo este entramado lo sostuvo un hombre de solo 55 kilos sin ropa, cuya hermana Ottla muere asesinada por los nazis en el campo de concentración de Auschwitz. Milena sufriría igual fin en el campo de concentración de Ravensbruck. Pero el destino secreto de Kafka no se agota. Se sigue leyendo y releyendo, acompañados ahora por Walter Benjamin y Maurice Blanchot, Jorge Luis Borges y Elias Canetti, Albert Camus, Milan Kundera, Nabokov y muchos más. Buen momento para volver a despertar, como hace cien años, donde nos esperan el padre y el administrador, la familia y los huéspedes. En fin, en La Metamorfosis, donde quedaremos encerrados con Gregorio Samsa, al intentar abrir en vano la puerta.
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