Verbo y Gracia
García Márquez enseña
Fernando Ávila
Fundación Redacción
“Leyendo se aprende a escribir”, dice el más común de los lugares de la enseñanza de la redacción. Si usted quiere escribir cuentos, lea a Chejov; si quiere escribir novelas, lea a Víctor Hugo; si quiere escribir crónicas, lea a Salcedo. Yo quería escribir artículos de revista. En mi búsqueda sobre cómo hacerlo di alguna vez con el libro Curso de redacción, de Gonzalo Martín Vivaldi, que me sirvió mucho, pero sobre todo me dediqué a leer atentamente artículos, para contestarme a la pregunta “cómo se escribe”.
Ese “cómo se escribe” se convirtió luego en cátedra universitaria, en capacitación empresarial, en artículos de prensa y en un libro, que más adelante fue una colección de libros. Aún me sigo preguntando cómo se escribe, pero, con las respuestas parciales que he obtenido, he podido construir un sistema didáctico efectivo, hasta donde dan fe las encuestas de satisfacción.
Pues bien, uno de mis maestros en ese proceso fue Gabriel García Márquez. Leí con devoción todos y cada uno de sus libros. Los primeros (La hojarasca, Cien años y Los funerales), unos años después de publicados, y los siguientes, inmediatamente salían al mercado. Y lo recuerdo de manera especial en estos días, pues GGM nació un 6 de marzo y murió un 17 de abril.
Entre las lecciones de nuestro nobel de Literatura, aplicables a cualquier documento funcional, incluido el jurídico, hay algunas que vale la pena recordar: la precisión, la mesura en los adjetivos calificativos y el no uso de adverbios terminados en -mente.
La precisión la explicaba así a un alumno que escribió que Ana, su personaje, besaba al protagonista “en el quicio de la puerta”. García Márquez le dijo: “El quicio es el marco donde está ajustada la puerta. Ella no lo besa en el quicio; lo besa en el vano de la puerta. El dintel es arriba; el umbral, abajo; el vano es el hueco, y el quicio es la estructura donde está empotrada la puerta. Ella está en el vano de la puerta”.
La mesura en los adjetivos la explicó con este ejemplo: “Supongamos que describo una aldea polvorienta, desierta, bajo un tórrido sol, a la hora de la siesta, cuando parece estar deshabitada, y que mi personaje es una mujer que camina, por la calle o en la plaza desierta, vestida de negro. Si escribo sin importar cómo, agregaría un adjetivo al sol, al calor, al polvo, etc., pero si me limito a enumerar las cosas y, finalmente, aplico al negro del vestido de la mujer, el epíteto, digamos, “inhumano”, de una vez reúno todo lo que he mencionado, el sol, la aldea desierta, el calor, etc. Doy súbitamente, en forma inesperada, solidez al conjunto”.
Sobre los adverbios terminados en -mente, dijo: “En mis últimos libros no he usado un solo adverbio de modo terminado en -mente, porque me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y originales”.
Leyendo a GGM se encuentran muchas otras lecciones prácticas. En Doce cuentos, cada personaje está descrito por su voz, lo que no es recurso frecuente: “La dicción y la cadencia (del chofer de ambulancia) eran las de un caribe crudo”, a la única austriaca del mesón la identifica “por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería”, y María dos Prazeres “hablaba un catalán perfecto con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado”.
Y qué tal esta descripción del cinéfilo bogotano en El Espectador, “un anciano pequeño, con piel de fruta deshidratada y escrupulosamente vestido, que se dirige a la entrada del teatro arrastrando los pies mientras el conductor de su automóvil compra la boleta” o la de Fermina Daza, que “tenía el olor agrio de la edad, los hombros arrugados, los senos caídos y el costillar forrado de un pellejo pálido y frío como el de una rana”.
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