Doxa y Logos
El ocio
Nicolás Parra Herrera
n.parra24@uniandes.edu.co / @nicolasparrah
En 1984, la Universidad de Harvard invitó a Italo Calvino a dar unas conferencias sobre poesía. Con motivo de estas conferencias, Calvino escribió lo que hoy conocemos como Seis propuestas para el próximo milenio, un libro con un título doblemente premonitorio, no solo porque insinúa qué valores deberán promover los escritores en el futuro, sino porque sirvió como una especie de testamento literario de Calvino, quien falleció una semana antes de partir hacia EE UU a dictar las conferencias. Cuando terminé este libro me pregunté si había algún valor o propuesta que debía ser rescatada en el mundo contemporáneo y cuyo destinatario no fueran únicamente los escritores, sino cualquier ser humano. Pensé en el ocio como un modo de ser y percibir el mundo donde la hiperactividad se suspende al menos momentáneamente, el “tener que” se aplaza y se abre una relación distinta con las cosas, el mundo, los otros y uno mismo, una aproximación más espaciada, lenta y presente.
Los abogados podemos contar fácilmente el tiempo del no-ocio, de los “negocios”, palabra que tiene su etimología en una negación del ocio (“nec”/“otium”). Si somos jueces o funcionarios judiciales, el tiempo corre en términos; si somos asesores jurídicos, el tiempo se nos va en horas facturables, y vivimos nuestro día a día como Sísifo subiendo su piedra para que antes de llegar a la cima, la piedra se caiga y debamos empezar de nuevo. El eterno retorno de los abogados: horas y horas, términos y términos. Y así la vida se va escapando y contrayendo sin que comprendamos el valor y la relevancia del ocio.
Byung Chul-Han nos recuerda que el ocio es lo que evita que tengamos una experiencia letal en nuestra hiperactividad, o mejor, no es otra cosa que la revitalización de nuestra apertura al mundo que abre un espacio de distención y de respiración, de introspección y de crítica. El ocio nos permite ver la nostalgia de la belleza que no se deja ver en nuestro día a día, porque pensamos que nuestro problema es el mundo y así nuestra experiencia de mundo se destruye. Olvidamos el sabor del café, porque no queremos llegar tarde a la cita de las 8 a.m., olvidamos la poesía, porque los expedientes se acumulan en nuestra oficina y nos angustia la idea de no acabar su lectura oportunamente. En fin, nuestro alejamiento del ocio nos hace olvidar que estamos vivos.
El ocio nos regala el don más preciado: “la vida gana tiempo y espacio, duración y amplitud, cuando recuperamos la capacidad contemplativa”[1]. La interrupción de lo que hacemos resulta necesaria para recuperar la respiración y la perspectiva de que somos seres arrojados hacia la nada y de que la única manera de ganar tiempo es experimentando su distensión y su flexibilidad en esos espacios donde el “tener que” es remplazado por el “ser ahí”, donde el “neg-ocio” se convierte en “ocio”, la ausencia de tiempo en tiempo para edificarnos y repensarnos, y la estrechez de los días en una vida más extensa.
Cuando pienso en el ocio, recuerdo esos momentos en los conciertos de jazz en los que después de una extensa improvisación de uno de los músicos, este reconoce que debe parar, interrumpirse, no solo para dejar de ocupar el escenario con su personalidad, sino para dejar que el silencio, esa forma pura musical, le recuerde que la belleza también está en el no sonido y en la no actividad. Ahora, en enero, que muchos retornamos del ocio –mes que en inglés evoca a jano, el dios de las puertas y de los comienzos–, no sobra rememorar el significado de la interrupción en nuestras vidas, y al igual que el músico de jazz, percibiremos el tiempo y el espacio de otra manera y haremos parte de la vida contemplativa. Quizás después del ocio comprenderemos el verdadero significado de lo que decía Bartleby, el personaje ideado por Herman Melville para el cuento con su nombre, que cada vez que le asignaban una tarea respondía: “I rather not” (preferiría no hacerlo). El ocio, el preferir no hacerlo, la suspensión de la hiperactividad, nos abrirá un espacio de belleza, un silencio que grita lo infinito y un signo de nuestro im-permanencia. Creo que esta sería una buena propuesta para el nuevo milenio: apreciar más esa relación con las cosas en donde la instrumentalidad se suspende, la necesidad de “hacer algo” se suprime y se experimenta el mundo de otra manera en una relación espacio temporal donde el tener que se remplaza por la libertad.
[1] Chul-Han, Byung. El aroma del tiempo. Barcelona: Herder. 2016. Pág. 162.
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