Doxa y Logos
El fútbol y el Derecho (I)
Nicolás Parra Herrera
En estas coyunturas mundialistas es imposible no sumergirse en el fútbol. Al comienzo veía los partidos de forma desprevenida e ingenua: le hacía barra a un equipo y solo veía las injusticias que se cometían en su contra. La unilateralidad de la mirada era parte esencial de esa primera aproximación futbolística. Al comienzo es difícil alejarse de nuestra posición en el mundo para evaluar y juzgar los hechos que se nos presentan. Yo gritaba: “¡Juez! Eso es penalti” y escuchaba que a mi lado un hincha del otro equipo decía: “¡Eso no fue nada! El jugador simuló”. Pensaba que esa unilateralidad la comparten los abogados litigantes cuando un juez no accede a sus pretensiones o interpreta la norma jurídica de una forma distinta a la esperada. Esa perspectiva individualista es necesaria en juegos que supone, como el fútbol y el Derecho, la existencia de agentes orientados a que el mundo del fútbol –o del Derecho– se acomode a sus deseos (ganar el partido o el pleito).
Luego de ver más partidos, me di cuenta de que la experiencia no se limita a defender una perspectiva unilateral: juzgar lo que ocurría en el campo de juego al acomodo y beneficio del equipo que alentaba. Reconocí que el fútbol, como cualquier sociedad, debe estar reglada para que pueda existir, para evitar la arbitrariedad y para fomentar la competencia de forma ordenada. El Reglamento de la Fifa es, entonces, la constitución del fútbol: el conjunto de reglas que señalan las obligaciones y prohibiciones a las que están sometidos los participantes del juego y, más importante aún, las reglas definitorias del juego. Dentro de sus principios se encuentra el de garantizar la seguridad de los participantes y el respeto por sus adversarios. Las Constituciones Políticas también hacen posible la existencia del “juego social”, el despliegue de libertades en el marco del respeto por los derechos de otros y del reconocimiento de la dignidad humana. Gracias al Reglamento, cuando veo una repetición de una jugada polémica que puede afectar a mi equipo, soy capaz de reconocer y decir: “Eso no fue falta” o “eso sí era para tarjeta amarilla”. Con las reglas primarias y definitorias, la unilateralidad de la interpretación da paso a una perspectiva intersubjetiva que renuncia al querer individual en aras de aceptar y acatar reglas (nos perjudiquen en un caso particular o no) que hacen posible el juego.
Sin embargo, las reglas que conforman el Reglamento no pueden ser estáticas, pues tanto el fútbol como las sociedades hacen parte de un mundo que se desarrolla desde el ámbito tecnológico y espiritual. Por lo anterior, deben existir reglas de cambio –para utilizar la terminología hartiana– es decir que el Reglamento debe admitir modificaciones para que el juego se ajuste a las nuevas realidades. El árbitro asistente de video (VAR) es una prueba reciente de que el fútbol se está adaptando a las nuevas realidades utilizando tecnología que garantice la aplicación de las reglas existentes y la promoción de los principios que inspiran al juego: la seguridad y la competencia deportiva. Debido a las modificaciones recientes, los hinchas colombianos suplicábamos que Marc Geiger acudiera al VAR para determinar con precisión si Carlos Sánchez cometió o no un penalti a Harry Kane. Con las reglas de cambio, el juego se acerca cada vez más a su esencia, pues se ajustan a las necesidades de la época o utilizan soportes tecnológicos que garantizan el cumplimiento del Reglamento y evitan arbitrariedades.
Pero las reglas en el fútbol, como en el Derecho, no son suficientes. El mismo Reglamento advierte que si bien las reglas son sencillas, se presentan situaciones “subjetivas”, pues dice en su preámbulo lo siguiente: “los árbitros son humanos y por lo tanto cometen errores, algunas decisiones ocasionarán inevitablemente debates y discusiones”. En estas “situaciones límite” donde ni el VAR ni la observación es suficiente para dirimir una controversia en el juego, la última palabra recae en el árbitro, un ser falible inserto en un contexto de opacidad epistémica. En el Derecho también hay situaciones límite donde ni las reglas, ni el precedente pueden darnos la respuesta correcta en un caso específico. El juez debe tomar una determinación, preferiblemente una que promueva los principios y valores que fundamentan a la Constitución. En términos futbolísticos, el árbitro debe juzgar si pitar el penalti o sacar la tarjeta roja en una situación concreta maximiza en la mayor medida posible la seguridad y la competitividad deportiva del fútbol. Con un ser humano, facultado para tener la última palabra del juego (regla de adjudicación diría Hart), tanto el fútbol como el Derecho queda desplazado a los ámbitos de la interpretación y de la ética. Lo primero porque en jugadas dudosas habrá mejores interpretaciones que otras y lo segundo porque un buen árbitro o juez es el que tiene una visión moral integral del contexto fáctico para actuar correctamente en una situación específica.
La conciencia futbolística, quizás como la jurídica, va superando fases. Primero encarna la mirada unilateral que consiste en la creencia de que la interpretación correcta es la que nos favorece. Luego llega la conciencia de las reglas y el reconocimiento de su necesidad para hacer posible el juego o la coexistencia social. Después se percata que las reglas se quedan cortas, que es necesario modificarlas para ajustarlas al nuevo ethos y potencializar los principios y valores que las reglas pretenden garantizar. Por último, existe el reconocimiento de que el árbitro –o el juez–, es el encargado de interpretar la aplicación de las reglas y en “situaciones límite”, por más tecnología o VAR que utilice, seguirá siendo un ser falible arrojado a dar la decisión definitiva, de decir la última palabra de qué hace parte del mundo del fútbol o del mundo jurídico y que no.
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