Mirada Global
El alto costo de la “transformación verde” en Alemania
Daniel Raisbeck
En marzo del 2011, el liderazgo político y la mayoría de habitantes del Japón actuaban con mesura tras el desastre nuclear que desató un terremoto seguido de un tsunami en la prefectura de Fukushima. Mientras tanto, en Alemania, buena parte de la clase política y la mayoría de los medios de comunicación desataron un pánico colectivo con su emotiva reacción a los eventos en “la tierra del sol naciente”.
En las calles de Berlín y otras ciudades, grupos de activistas organizaron marchas en las cuales exigían, con banderas y pancartas, un “No, gracias” definitivo al poder nuclear (Atomkraft? Nein, Danke). También se volvió popular una serie de calcomanías para automóviles que sugería que, después del desastre nuclear de Chernóbil en 1986 y el de Fukushima en el 2011, la siguiente calamidad nuclear ocurriría en Alemania.
El 9 de junio del 2011, la canciller Angela Merkel le dijo al parlamento alemán (Bundestag) que la emisión de material radioactivo en Fukushima había cambiado su opinión acerca del uso de la energía nuclear. Según Merkel, el accidente en Japón había demostrado que los riesgos residuales del poder nuclear no se podían eliminar más allá de lo razonable así Alemania no tuviera mayor riesgo de ser impactada por un tsunami. Por lo tanto, era necesario llevar a cabo una reorientación exhaustiva de la política energética de su país.
Merkel anunció que retomaría la “transformación energética” (Energiewende) que había iniciado su predecesor, el socialdemócrata Gerhard Schröder, para incrementar el uso de la energía eólica, solar y de biomasa a costa de los biocombustibles, el gas y la energía nuclear, cuyo uso sería del todo eliminado en el 2022.
“Podemos ser el primer país industrializado en lograr el cambio hacia la energía del futuro”, aseguró la canciller, admitiendo que se trataba de una tarea hercúlea equivalente a la cuadratura de un círculo.
Cerca de siete años después del anuncio de Merkel, el círculo sigue siendo redondo. Como escribe el crítico Holger Douglas: “el suministro de energía de un país industrializado debe ser regular, digno de confianza y, sobre todo, económico. Exactamente lo opuesto ha sucedido” en Alemania, donde la energía se ha vuelto irregular y cara, minando la confianza de los ciudadanos en su seguridad.
En julio del 2017, el periodista Daniel Wetzel escribió en el diario Die Welt que “la revolución de energía ecológica no le ha ayudado a Alemania a avanzar en la protección del medio ambiente. Mientras los costos de la energía suben, las metas ambientales siguen sin cumplirse”.
De hecho, escribe Wetzel, “las emisiones de dióxido de carbono no han disminuido desde 1995” en Alemania (pero sí en EE UU, la meca del fracking). La teoría de la “transformación energética”, según la cual la energía ecológica remplazaría a la “‘sucia’, resultó ser falsa”. Los colosales esfuerzos del gobierno alemán a través de regulaciones, impuestos y masivos subsidios a la “eco-energía” no han sacado del mercado a los productores de carbón, sino a los de gas, “una fuente relativamente limpia”.
El uso del carbón en Alemania ha aumentado, porque es un respaldo inevitable para el inconstante suministro de energía eólica, pero también porque ha remplazado a la energía nuclear tras la estocada política que le propició Merkel.
El asunto de los subsidios es neurálgico; mientras el uso de energías renovables fue del 33 % del total, en el 2017, el costo de los subsidios al sector ha sido de 189.000 millones de euros desde el año 2000, según el New York Times. La oposición a tal derroche ha sido fundamental para el auge del partido Alternativa para Alemania, más conocido en el exterior por sus posturas antiinmigración.
En octubre del 2016, las mayores empresas energéticas alemanas anunciaron que, según las condiciones que establece la Ley de Energía Renovable del año 2000, introducirían un sobrecosto a sus clientes para financiar la “revolución verde” de aproximadamente 286 euros anuales por hogar, el mayor incremento (de 8 % comparado al año anterior) desde que se introdujo el esquema.
Como en cualquier industria subsidiada, sin embargo, no todos pierden con la “transformación energética” alemana. Como reportó el New York Times el año pasado, la Energiewende “ha creado un sistema de facto de clases”, obligando a millones a pagar cuentas más altas de electricidad “que ayudan a subsidiar la instalación de paneles solares y turbinas eólicas” en las propiedades de otros, quienes suelen ser terratenientes.
Mientras en Alemania la política estatal avanza hacia el cierre completo de toda estación nuclear sin mayor avance en términos ecológicos, en Japón, el primer ministro, Shinzo Abe, anunció, en el 2017, que las plantas nucleares seguras bajo el criterio de los reguladores volverán a operar por primera vez desde la tragedia de Fukushima. Entre las razones de su decisión está la futura reducción en emisiones de dióxido de carbono.
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