Cultura y Derecho
EE UU: la decadencia que se veía venir
Andrés Mejía Vergnaud
A finales de abril, en un evento de la Asociación Estadounidense de Banqueros, el director encargado de la Oficina de Protección al Consumidor Financiero de Estados Unidos, Mick Mulvaney, hizo unos comentarios que no habrían sido posibles unos pocos años atrás, y que décadas antes habrían sido absolutamente escandalosos, si es que alguien se hubiera atrevido a hacerlos. En el EE UU de hoy si acaso llaman la atención, pero distan de tener consecuencias: es más, todo indicaría que vamos hacia una situación en la que, en ese país, este tipo de comentarios podrían llegar a ser vistos como algo normal.
Mulvaney, un político de carrera que fue representante a la Cámara, les dio a los banqueros un consejo muy sencillo y directo: si quieren influencia, métanse la mano al bolsillo; si quieren influir en las regulaciones que salen del Congreso para que ellas los beneficien, lo que tienen que hacer es darles dinero a los miembros del Legislativo, en forma de donaciones a sus campañas. Esto no lo dijo en un rincón, en voz baja: fue parte de su conferencia, fueron declaraciones totalmente públicas. Las ilustró con su propio caso, refiriéndose a las épocas en que fue representante a la Cámara: “En mi oficina del Congreso teníamos una jerarquía: si usted era un cabildero (lobbyist) que nunca nos había dado dinero, yo ni siquiera le hablaba; si usted era un cabildero que sí nos había dado dinero, tal vez podíamos hablar”. Al lector a quien justamente alarmen y escandalicen estas palabras, hay que decirle que ellas son sintomáticas de la cloaca en que se ha convertido la ciudad de Washington. Si se ve esto en perspectiva, la llegada de Trump a la Casa Blanca, con su plutocracia abierta y explícita, puede entenderse como síntoma de algo que llevaba ya tiempo incubándose. Y que fue descrito de la manera más cruda posible en un libro de hace cinco años, a cuyo autor veo hoy como un visionario.
En este punto tengo que pedirles excusas dobles: primero, es muy probable que este libro ya lo haya comentado en esta columna, hace cuatro años. Y, en segundo lugar, el libro al que voy a referirme no ha sido traducido al español, lamentablemente. Pero no quiero por ello dejar de compartir con ustedes los puntos en los que este libro fue visionario.
Se trata de This Town (Esta ciudad), del periodista Mark Leibovich. Leí el libro cuando se publicó a finales del 2013, y quedé un poco asombrado por lo que revelaba acerca de la degradación de Washington:
Primero: el solo hecho de que Washington venga creciendo en importancia es un mal síntoma. La cultura estadounidense ha sido muy libertaria, y en ella la política se vio siempre como un asunto inferior, para cuya ejecución se reservó una ciudad que nunca tuvo importancia por nada más. Hoy eso ha cambiado: Washington es una de las ciudades más costosas del país: llena de nuevos y caros apartamentos, mansiones de lujo, y oficinas relucientes. Algo raro ha de estar ocurriendo para que aquella ciudad, cuyo único negocio es la política, esté disparada en costos y en lujos.
Segundo: la frivolidad. La política estadounidense se volvió un show, en el que la prensa da más importancia a las historias personales de los políticos y los funcionarios, que a los problemas a su cargo. Esto no es nuevo: la era de Obama fue caracterizada por el glamour y el atractivo que muchos de sus funcionarios se esforzaban por proyectar todo el tiempo (empezando por el Presidente), con lo cual alimentaban a una prensa hambrienta y voyeurista. Leibovich enumera una serie de titulares (de los periódicos y las cadenas importantes) sobre cómo le propusieron matrimonio a Jen Psaki, dónde vieron a Rahm Emanuel haciendo diligencias personales, lo sexy que era Reggie Love, y la bebida favorita de Peter Orszag, todos ellos funcionarios de Obama. Y anota: “Y en otras noticias, el país aún enfrentaba dos guerras y una crisis económica”.
Y finalmente está el lobby o cabildeo, que ha llegado a niveles escandalosos, pese a haber existido siempre. La política estadounidense la tienen comprada los cabilderos: ellos alimentan con dinero a los congresistas, que lo necesitan cada vez más para financiar sus costosas campañas, y así sobrevivir. No es ya en interés de la nación que se hacen las leyes, sino de alguna asociación farmacéutica o de fabricantes de armas, o de algún emirato árabe, que ha contratado a alguien que, tras servir años en el Congreso, abre una lujosa oficina de “asuntos públicos” en la calle K. Tal vez algo de cierto había en esa intuición libertaria según la cual, al ampliar el horizonte de la acción gubernamental, ella iba a ser capturada por los portadores de intereses especiales.
A las ciudades (una forma de decir “a los países”) no las sostiene su poder económico o militar, sino las virtudes de su gente. Cuando ellas se pierden, la disolución es inevitable.
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