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02 de Mayo de 2024 /
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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

Cuando el respiro se convierte en aire

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Nicolás Parra Herrera
@nicolasparrah

La experiencia humana invita a la regularidad. El sol, por lo general y así ha ocurrido desde milenios, saldrá al siguiente día. El horario laboral se repetirá mañana. La rutina de los días, claro, con ciertas interrupciones, nos envuelve en el mundo de los hábitos, las predicciones y los planes. El ser humano es, entre otras cosas, un ser que planea.

Construimos instrumentos y tecnologías para planear a gran escala. Scott Shapiro, el filósofo del Derecho de Yale Law School, ideó una teoría jurídica bajo esa premisa: el Derecho más que cualquier cosa es una tecnología de planificación. Tener cierta predictibilidad de que lo que pactamos hoy, ocurrirá mañana; de que la decisión judicial del juez de hoy, aplique a escenarios semejantes eventuales; en fin, de que la ley que se promulga hoy transforme el mundo del futuro. No en vano, Oliver Wendell Holmes Jr., teórico y ex juez de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, decía que el Derecho no es más que predicciones y los abogados oráculos de cómo actuarán los tribunales. 

Estudiar Derecho, entonces, es habituarse a ser lo que ya somos: a convertirnos en seres que planifican, predicen y esperan que el mañana sea como hoy. El Derecho así hilvana mundos y tiempos que por inercia están distanciados. Pero la vida se encarga, en cambio, de deshilvanar esos mundos y tiempos. La vida se rebasa y se resiste a ser apresada en categorías, reglas y principios. La vida no es planificable. Se instaura en el devenir y la contingencia de que si hay algo seguro es que algún mañana no será como hoy. Es decir que algún día envejecemos, enfermamos y morimos. El ser que planea así tiene que navegar su otra naturaleza: somos seres volcados a ser siempre otros. O, para ser más preciso, el yo está arrojado a ser un no yo, impulsado al no ser. Nuestra vida transcurre entre planes y contingencias, entre tecnologías planificadoras y narrativas terapéuticas –esas que hacen la vida más llevadera y la noción del fin menos definitiva–.

Hace poco leí un libro del neurocirujano, filósofo y escritor, Paul Kalanithi, When Breath Becomes Air (Recuerda que vas a morir: vive). Este es un libro que bien podría entrar en el canon de la filosofía de la muerte junto con el Fedón de Platón, los Ensayos de Montaigne, La enfermedad mortal de Kierkegaard o El mito del Sísifo de Camus. La vida de Kalanithi estaba dominada por los planes. Tenía apenas 36 años y ya era considerado una de las grandes promesas de la neurocirugía en EE UU. Su futuro estaba asegurado. Le llovían ofertas en los centros médicos más prestigiosos y en las universidades. Pero la vida no es planificable. Cuando Kalanithi terminaba su residencia en la Universidad de Stanford sintió un dolor agudo en el pecho que se convirtió en un diagnóstico de cáncer de pulmón en estado IV de metástasis. La vida pasó a la contingencia.

Cuando una enfermedad interrumpe los planes, los seres humanos nos acordamos de que nuestra otra esencia –la no planificadora– es morir y despedirnos de lo que éramos, de lo que hacíamos y de lo que pensábamos hacer. Kalanithi se despidió de su futuro como cirujano, de ver crecer a su hija que nació apenas unos meses antes de que el cáncer lo invadiera y su respiro se convirtiera en aire. Él escribió sobre lo que sintió en su última cirugía y lo que significó para él su último paciente, porque cuando los planes se interrumpen, todo se vuelve a la novedad. Solo que esta vez el inicio es el final. 
Este libro de Kalanithi empaca la sabiduría de un heraldo que mira a la muerte, como si fuera Teseo viendo a una gorgona, y nos regala un registro de lo que vio y de lo mucho que uno se puede llevar de ese territorio al que unos entran, pero no todos salen.

Su libro me ayudó a comprender cómo el ser humano camina entre la planificación y la contingencia. Sobre todo, me mostró cómo en las enfermedades graves, como el cáncer, los planes se interrumpen, no sin antes invitarnos a ver nuestras rutinas, como si fueran extrañas y desconocidas, llenas de novedades y aventuras. Y esas enfermedades, con suerte, nos ofrecen el don –y la maldición, hay que decirlo– de ver los seres cercanos como si los tuviéramos cerca solo por hoy, porque mañana el respiro puede convertirse en aire. No dejo de pensar en Kalanithi, mientras acompaño a mi madre a ese territorio desconocido en el que hay tiquete de entrada, pero no sé si de salida. Me doy cuenta de que en la vida –quizás a diferencia del Derecho o quizás a diferencia del Derecho que creemos tener– no son los planes, sino su interrupción lo que nos gobierna. Las interrupciones transmutan las cosas al punto de que el respiro se puede convertir en aire.

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