Etcétera / Curiosidades y….
Albert Einstein: cien años de relatividad (II)
Antonio Vélez M.
No existe la menor duda: la obra cumbre de Einstein, la esquiva relatividad, superaba en osadía toda esa increíble revolución cultural que ocurrió en la primera mitad de comienzos del siglo XX. Las deformaciones espaciales del surrealismo de Salvador Dalí o del cubismo de Pablo Picasso eran juegos de niños cuando se los comparaba con las deformaciones gravitatorias del espacio-tiempo. Porque el espacio de la física, un tejido invisible y elástico que se deforma ante la presencia de cuerpos con masa, era un fenómeno imposible de concebir en la mente sin usar los recursos del instrumento aportado por la modelación matemática.
La extrañeza de la música atonal de Arnold Schoenberg era una trivialidad al lado de las “deformaciones relativistas del tiempo”, que permitían que dos gemelos pudiesen envejecer a ritmos diferentes (“paradoja de los mellizos”); en otros términos, que los relojes modificaban su “tic tac” al cambiar de sistema físico, de lo cual se infería que la simultaneidad era un concepto relativo. Más aún: a cierta distancia del centro de un “agujero negro”, el tiempo se detenía. De poder vivir allí nos volveríamos eternos. ¿Cómo así? Pues así: un realismo mágico y una osadía que no tenía nada que envidiarle a Gabriel García Márquez. Y cabe agregar: sin tener en cuenta las deformaciones relativistas del tiempo, habría sido imposible diseñar los GPS (Sistema de Posicionamiento Global), con los que hoy nos orientamos sobre la superficie terrestre con precisión de centímetros. ¿Estaba loco Einstein? Sí: cuerdo no podía estar.
Y las libertades poéticas de César Vallejo y de otros surrealistas de la palabra, el escándalo del Ulises, de James Joyce, o el de La metamorfosis, de Franz Kafka, parecían muy normales al lado de los trabalenguas matemáticos del cálculo tensorial en el que estaban escritas las ecuaciones relativistas. El teatro del absurdo del irrespetuoso Samuel Beckett parecía menos absurdo que lo revelado por Einstein: la masa de mi cuerpo aumentaba a la par de la velocidad con la cual me desplazara, y podría llegar a tomar cualquier valor por alto que fuera. Y nos reveló que el movimiento tenía límites: ningún objeto llegaba a superar la velocidad de la luz, pues a ese vertiginoso ritmo la masa se volvía infinita. Verdades que estaban bien ocultas: para observarlas, se requería una lupa teórica, matemática, no apta para los ojos de la gente común y corriente. Piénsese no más en la posibilidad de convertir unos pocos miligramos de masa en un torrente incontrolable de energía, fiel a su popular fórmula E = mc2; esto es, que de una porción insignificante de masa podríamos sacar la misma aterradora energía que devastó Hiroshima. Las esculturas de Ron Mueck, fuera de toda proporción humana, resultaban miniaturas al lado del desproporcionado rendimiento energético de la popular ecuación.
Después de 1914, Einstein dedicó todo su esfuerzo a desarrollar la Teoría General de la Relatividad, usando la revolucionaria idea de que la atracción gravitatoria, en lugar de ser una fuerza a distancia, era la manifestación local de una deformación invisible del espacio, creada por la presencia de cuerpos con masa. Asombroso: la presencia de masas gravitatorias, contra toda intuición, modificaba la geometría del espacio a su alrededor: este se deformaba de una manera imposible de imaginar, y por esas ondulaciones (geodésicas) se movían con libertad y de forma natural los cuerpos celestes. Se puede añadir que la propuesta de Einstein proporcionaba las bases para el estudio de la cosmología moderna y permitiría, más adelante, comprender las características esenciales del universo, muchas de las cuales serían descubiertas con posterioridad a la muerte del gran genio.
Después de semejantes milagros, no nos queda otra opción que rendirnos ciegamente ante tanta genialidad; pero, reconozcámoslo, entendemos con cerebros prestados, no con los nuestros: confiamos en los especialistas que nos aseguran que el físico tenía razón, y que sus conjeturas han sido demostradas sin la menor duda.
Einstein murió sin recibir un segundo Nobel que tanto merecía. Y su padre también mostró la misma miopía de sus contemporáneos. Así recriminaba a su hijo: “Lo único que te interesa es la caza, los perros y atrapar ratas; serás una vergüenza para ti mismo y para tu familia”. Y no fue culpa del padre, pues el niño Albert tardó bastante en aprender a hablar y a leer, y nunca fue un alumno brillante.
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