12 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 13 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

‘The Chair’

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Nicolás Parra Herrera

n.parra24@uniandes; @nicolasparrah

 

En el 2010, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum publicó el libro Sin fines de lucro: Por qué la democracia necesita de las humanidades. Ese mismo año, el libro se tradujo al español y detonó un debate viejo y urgente: cómo salvar a las humanidades para preservar el rol que tienen en las democracias. El libro parecía más un manifiesto que una obra filosófica. Si las sociedades quieren promover la democracia, la empatía y la libertad de expresión, es necesario una educación que no solo sea técnica, instrumentalista y orientada a la generación de riqueza material, sino también una educación que enseñe a imaginar a otros, a pensar con otros, asumir la dificultad de existir y, sobre todo, ver más allá de lo que se ve. Las humanidades, según Nussbaum, permiten transitar de la productividad económica a la actividad crítica, de la racionalidad instrumental a la empatía (palabra desgastada 10 años después) y acercarnos a lo marginal para examinar nuestras certezas. Las democracias dependen de estas capacidades para sobrevivir.

 

Desafortunadamente, desde entonces, según las cifras, las inscripciones a las facultades de artes, humanidades y filosofía no repuntan. Por ejemplo, según Forbes, en EE UU las inscripciones a humanidades, lenguas, filosofía y artes liberales declinaron entre el 22 % y el 2 %, según la carrera, entre 1986 y 2019. Muchos factores pueden explicar el declive, por ejemplo, el hecho de que los estudiantes no encuentran trabajo o que las empresas equivocadamente consideran que graduandos con estos perfiles no son útiles para las nuevas necesidades del mercado. Por otra parte, estas facultades a veces están guiadas por decanos y directivos que son puristas y guardianes de la disciplina y que frenan su adaptación a nuevas realidades (esto es una burda generalización, es cierto, pero los hay). ¿Será que la academia en humanidades ha perdido el contacto con las necesidades de los estudiantes?

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Con estos sesgos vi la serie The Chair, creada por Amanda Peet y Annie Julia Wyman, protagonizada por la fabulosa Sandra Oh, y lanzada hace unas semanas en Netflix. La serie nos hace un tour de seis episodios en un departamento de humanidades, Pembroke English Department, de una universidad común y corriente, que estrena una nueva decana mujer para gobernar en buena parte a hombres mayores de 70 años que han perdido el contacto con sus estudiantes y consigo mismos.

 

La serie expone tres temas que siempre están ahí en la academia, pero de los que no se habla lo suficiente. El primero es la idea de que los profesores no tienen vidas privadas. Dictar clases —quienes han tenido el privilegio lo sabrán— es como hacer una obra de teatro o concierto semanal. La energía se drena porque la concentración tiene que estar al máximo, hay que estar pendiente de uno, de los otros, de las ideas, del curso, de la próxima clase, de cómo conecto la clase de hoy con la anterior y un largo etcétera. Y luego, por lo que me cuentan, hay que salir de la clase para abordar los problemas de la facultad, conseguir financiación para nuevos y viejos programas, posicionar la facultad y hacer redes académicas, consultorías a los estudiantes, imaginar el curso que se dictará el próximo semestre y, como si fuera poco, escribir artículos, papers, libros, reseñas, leer y dirigir tesis, hacer exámenes, ser jurado de exámenes, miembro de comités científicos, de revistas indexadas, desfilar en programas de radio, podcasts, escribir columnas, divulgar las investigaciones…(se me acabó el aire).

 

Y aclaro que no soy profesor de planta: estas son apenas mis intuiciones de lo que se puede inferir de la serie y de lo que escucho en los corredores de las universidades. Y esta es una de las razones por las cuales esta serie es relevante: los académicos, además de hacer todo lo anterior y mucho más, tienen vidas personales. (Recuerdo, y esto es una historia real, que hace 10 años un amigo me decía, “uy, me encontré a mi profesor de constitucional haciendo mercado, no sabía que comían”).  Pero, aunque suene raro para muchos, los profesores también tienen que lidiar con sus rollos. En la serie, Sandra Oh, la nueva decana, es mamá adoptiva de Ju-Hee, una niña latina, brillante e irónica, que parece sacada de la película Harold and Maude, y mientras lidia con los egos de los dinosaurios de la profesión, con las presiones de los estudiantes de la generación Z y con la política académica tiene que ver quién le cuida a su hija o cómo le ayuda a hacer una presentación del Día de los Muertos, pese a que ella no es mexicana. La serie nos muestra, entre risas y llantos, lo difícil que es ser académica, lo extremadamente difícil que es ser decana y orquestar las facciones internas, y lo casi imposible de serlo siendo mamá en una familia monoparental en un departamento de humanidades. La serie humaniza a los profesores, a los directivos de las facultades y a quienes aún creen en las humanidades y que, sin saberlo, viven los libros que leen.

 

Segundo, la serie plantea un debate cada vez más sonado en EE UU sobre la libertad de expresión en las aulas. Uno de los profesores para explicar el absurdismo termina haciendo jocosamente el saludo Nazi y es grabado por los estudiantes. El video se vuelve viral y, bueno, el profesor adquiere el apodo de “Hitler.” Se abre el debate de la libertad de expresión, y el dilema entre pedirle perdón a los estudiantes o defender la libertad de cátedra y explicar que el saludo era un punto pedagógico y no tenía la intención de difundir ideas Nazi en clase.

 

Finalmente, la serie retrata lo difícil que es ser la persona a la que todos buscan, de la que todos esperan guía, autoridad y orientación y la realidad de que ser profesora (y decana) viene también con los tiquetes ocasionales a la tragedia de los días. El problema surge cuando la tragedia de los días revienta cuando hay que entrar al salón de clase como si nada, sonriente para tratar de persuadir a las generaciones futuras que las humanidades, con suerte, no solo sirven para las democracias, también para vivir limpiando el polvo de los días mientras buscamos el sentido y caminamos la cuerda floja de (sobre)vivir y enseñar.

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