¿El Derecho Romano aún es útil?
Ese derecho antiguo es un fantasma terco. Un fantasma que se niega a irse del todo y que todavía se pasea por los pasillos de nuestros códigos y de nuestros tribunales.Openx [71](300x120)

19 de Agosto de 2025
Glênio S. Guedes
Abogado de Brasil
Me lo imagino a esta hora, en alguna de las viejas bibliotecas de nuestras universidades, que todavía huelen a sabiduría y a tiempo detenido. Es un muchacho, un estudiante de primer año de Derecho, con el ceño fruncido y un libro pesado y polvoriento entre las manos. Un mamotreto que le habla de cónsules, pretores y una ley escrita en doce tablas de madera que se quemaron hace más de dos mil años. Y me imagino que se pregunta, con esa mezcla de angustia y rebeldía de la juventud, ¿para qué diablos me obligan a estudiar a estos muertos?
Es una buena pregunta. Una pregunta que todos nos hicimos alguna vez. Y la respuesta, me temo, no es una sola, sino una conversación larga, como esas que se tienen en las noches del Caribe y de Río de Janeiro, con el eco del mar de fondo. Es una historia que empieza en Roma, claro, pero que, por los extraños vericuetos del tiempo, termina aquí, en este preciso instante, en el escritorio de un juez en Bogotá o en São Paulo, en un contrato firmado en Medellín, cuyos códigos civiles, quiéranlo o no, son bisnietos de esas viejas leyes romanas.
Porque resulta que ese derecho antiguo es un fantasma terco. Un fantasma que se niega a irse del todo y que todavía se pasea por los pasillos de nuestros códigos y de nuestros tribunales.
El fantasma en la máquina de la ley
Lo primero que hay que decirle a ese muchacho es que el edificio donde él cree que vive, el del derecho moderno, fue construido con las piedras de las ruinas de Roma. Nuestros códigos, esos que parecen tan lógicos y tan nuestros, están llenos de conceptos que inventaron, hace siglos, unos señores de toga y sandalias. Las “formas de pensar” con las que un abogado de hoy teje sus argumentos, fueron diseñadas, piedra por piedra, por aquellos viejos juristas.
El Derecho, al fin y al cabo, no es más que un montón de palabras, pero no son palabras cualquiera. Son palabras con memoria, con un peso de siglos. Y es que, como nos recuerda la propia historia, muchas de esas palabras con las que hoy construimos nuestra “realidad virtual” de contratos y propiedades, fueron acuñadas hace milenios. Estudiar Derecho Romano es, entonces, aprender el alfabeto de nuestra propia lengua jurídica. Es entender de dónde vienen las herramientas con las que trabajamos todos los días.
El taller donde se afilaba la mente
Pero hay algo más importante que las palabras, y es la manera de pensar. Cuentan los viejos maestros que el estudio del Derecho Romano es, sobre todo, una “palestra”, un gimnasio para la inteligencia. El jurista romano no era un autómata que aplicaba leyes. Era un artesano del pensamiento.
Su método no era el nuestro. Nosotros, herederos de los códigos, buscamos una ley general para deducir la solución a un caso particular. Ellos hacían lo contrario. Partían del problema, del caso concreto que la vida les ponía en frente, y a partir de ahí, razonando “de caso a caso”, construían la regla. Era, como lo describe la academia, el ejercicio de una “racionalidad secularizada”, un arte de argumentar con lógica y claridad, sin necesidad de invocar a los dioses ni a los reyes.
Estudiar ese método es aprender a pensar como un verdadero jurista: no a recitar normas de memoria, sino a sentir el Derecho como un problema vivo que exige una solución justa y razonada.
El secreto que guardaba la toga
Y aquí llegamos a un secreto a voces, a una verdad que nuestros tiempos de leyes y decretos han querido olvidar: una cosa es el Derecho (ius) y otra muy distinta es la ley (lex).
El ius era el saber de los prudentes, la creación de los juristas que buscaban la justicia en el caso concreto, legitimados por su sabiduría (auctoritas). La lex, en cambio, era el mandato del poder político, la orden del que gobierna, legitimada por la fuerza (imperium). Roma nos enseña que el Derecho, el verdadero, nace de la sabiduría, no del poder.
Estudiar sus textos es, entonces, un ejercicio de crítica. Es aprender a leer entre líneas y entender que detrás de la aparente neutralidad de una norma se esconden relaciones de poder, la historia de una familia, la posición de una mujer en una sociedad patriarcal. Es usar la historia para tomar distancia de nuestro propio presente y preguntarnos si todo lo que llamamos “ley” es verdaderamente “derecho”.
El último testamento de un imperio moribundo
Y uno pensaría que, con la caída del Imperio, este derecho se habría muerto para siempre. Pero no. Resulta que el fantasma dejó un testamento, y sus cláusulas siguen vigentes.
El secreto de su increíble viaje a través del tiempo, el secreto de su universalidad, parece residir en que era un “derecho de la pura razón”, con un “alto grado de abstracción” que le permitía ser aplicado a cualquier forma de sociedad. Por eso, de manera insólita, la China de hoy lo estudia con fervor para construir su propio código civil.
Y no solo allá, en la vieja Europa que busca unificarse, donde este derecho ofrece el “sustrato común” para que un jurista de Lisboa pueda entender a uno de Berlín. Ocurre que ese mismo fantasma, de polizón en los barcos de los conquistadores y en los códigos de los libertadores, cruzó el Atlántico. Llegó a nuestra América del Sur, a esta tierra de leyes nuevas, y se quedó a vivir para siempre en el corazón de nuestros códigos civiles, desde la Patagonia hasta el Caribe. Aún hoy, el interés que despierta en toda América Latina es prueba de su vigencia. Se alaba en él un “principio de economía”: la elegancia de usar pocas herramientas para resolver muchos problemas, todo lo contrario, a nuestra inflación legislativa de hoy.
Así que, cuando ese muchacho en la biblioteca cierre su libro polvoriento, quizás ya no se sienta tan perdido. Quizás entienda que no estaba estudiando a unos muertos, sino conversando con un fantasma muy vivo. Un fantasma que le ha enseñado que el Derecho es más que leyes, que es un método para pensar, una herramienta para la crítica y una tradición de razón que es nuestro mejor legado contra la arbitrariedad del poder. Y esa, carajo, es una lección que vale la pena aprender, hoy más que nunca.
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