La cara y la voz en el mercado relevante humanoide
Cuando se clona una identidad sensorial, no solo se afecta el patrimonio moral de la persona, sino su capacidad de representarse ante el mundo.
30 de Mayo de 2025
Mauricio Velandia
Abogado litigante y profesor universitario
Durante siglos, la cara y la voz han sido los instrumentos más íntimos de comunicación humana. Nos identifican, conmueven, persuaden y distinguen. Son expresión, identidad y frontera. En sicología, el rostro revela emociones y estructura cómo el otro nos reconoce. La voz, por su parte, es la melodía del pensamiento, ritmo, intención, textura.
Pero algo está cambiando.
Históricamente, cara y voz eran intransferibles. Hoy pueden copiarse y clonarse sin consentimiento. La cuestión jurídica ya no es si es posible, sino qué ocurre cuando otros lo hacen y se benefician con ello.
Ambas tienen valor económico. El espectáculo, la publicidad y las marcas personales lo prueban. Hoy se negocia el uso de rostros y voces como si fueran activos. Se permite su comercialización sin una arquitectura jurídica clara. Y lo que se vende, también se puede falsificar. Lo que se falsifica, puede usarse para competir deslealmente.
Desde el punto de vista legal, la cara y la voz son atributos de la personalidad, protegidos por derechos fundamentales, propiedad intelectual y normas de datos personales. Sin embargo, la inteligencia artificial ha creado un vacío normativo. Un humanoide puede replicar una voz o simular un rostro para ofrecer servicios, enseñar o cerrar negocios. La representación sensorial ya no garantiza autenticidad.
Lo disruptivo es que la cara y la voz no requieren registro ni inscripción para estar protegidas. No son marcas, no son patentes. Son identidad pura. Y, aun así, su uso puede generar aprovechamiento ilegítimo de la reputación. Incluso cuando no hay “fama”, lo que hay es propiedad privada del ser. Copiar la voz de alguien sin permiso no requiere que esa voz sea conocida, requiere que esa voz exista. El derecho parte del reconocimiento de lo propio, no de lo popular.
Este tema, que parecía ciencia ficción, ya es cultura popular. En la nueva entrega de Misión Imposible, como en todas, el conflicto gira en torno a máscaras que suplantan rostros y tecnología que clona voces. En el cine, eso es espionaje. En la vida real, ya es una realidad comercial. No lo hacen espías, lo hacen algoritmos, bots, humanoides y asistentes digitales.
Esto representa una amenaza ética, pero también una fuente directa de error jurídico. Contratos firmados bajo engaño, comunicaciones alteradas con fines ilícitos, identidades profesionales falsificadas, decisiones inducidas por voces falsas. La suplantación vocal y facial rompe la presunción de autenticidad que sostiene la seguridad jurídica.
Si no se actúa, la tecnología perfeccionará el engaño. No serán solo videos manipulados, sino falsificaciones precisas de identidades completas. Voces de padres que nunca hablaron, rostros de políticos firmando documentos que nunca autorizaron, testigos digitales que jamás existieron. Se desmorona el vínculo social basado en la confianza sensorial.
Desde el derecho de la competencia, esto plantea un dilema más profundo. Empresas podrían usar humanoides con rostro y voz similares a los de una figura pública o un profesional destacado para ganar ventaja en el mercado. Se trataría de un uso no autorizado del prestigio ajeno como insumo comercial. Se abriría una nueva forma de competencia desleal basada en imitación emocional.
Más allá de lo técnico, está la dignidad humana. Cuando se clona una identidad sensorial, no solo se afecta el patrimonio moral de la persona, sino su capacidad de representarse ante el mundo. El yo se convierte en insumo replicable. Y eso no es aceptable.
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