Castigar a las empresas no construye mejores mercados
La verdadera protección de las relaciones de consumo, así como de toda relación empresarial, no se logra castigando a todo el mercado.
14 de Mayo de 2025
Juan Pablo López-Pérez
Abogado y catedrático en derecho de los mercados e innovación legal
Exdirector de Investigaciones de Protección al Consumidor de la SIC
En Colombia y en gran parte del mundo hemos caído en una trampa peligrosa: creer que más sanciones significa mejores mercados. Nos gusta ver caer a las empresas bajo el peso de la ley. Nos da la sensación de control, de justicia, de orden. Pero la realidad (más incómoda y menos visible) es que detrás de cada sanción, también hay inversión que se retrae, innovación que se detiene y confianza que se erosiona. A la ya asfixiante presión tributaria sobre las empresas, estamos sumando una nueva carga silenciosa, pero igual de peligrosa: la asfixia regulatoria.
Vale la pena precisar que las reflexiones aquí plasmadas no están dirigidas a señalar una administración o legislación en particular, sino a cuestionar y proponer ajustes estructurales en el modelo institucional que rige a las autoridades de supervisión. Este análisis tiene como único propósito contribuir al fortalecimiento técnico y funcional del aparato de vigilancia y control, bajo la convicción de que una arquitectura institucional más moderna, eficiente y confiable beneficia por igual a consumidores, empresarios y al mismo Estado.
En ese sentido, no hay que ser un teórico del Derecho o la Economía para observar cómo funcionan hoy las autoridades de inspección, vigilancia y control: saturadas, operando con reglas pensadas para otro tiempo, en donde la capacidad institucional sobrepasa las competencias asignadas.
El resultado es preocupante: organizaciones que se ven obligadas a frenar proyectos, retrasar innovaciones o invertir en esquemas defensivos antes que en estrategias de crecimiento. En definitiva, inseguridad que no solo desincentiva al capital local, sino que espanta al capital extranjero que busca previsibilidad.
Y en medio de esta realidad, vale la pena traer una lección de Richard Posner. Este jurista y uno de mis más grandes referentes, pionero del análisis económico del Derecho, quien insistió en que el sistema jurídico debe diseñarse para maximizar el bienestar social, no para castigar como fin en sí mismo. Traducido a nuestra coyuntura: un Estado que sanciona, sin matices, no construye un mejor mercado, por el contrario, lo destruye.
En temas tan sensibles como consumo en sus diferentes vertientes, financiero, salud, etc., conviene recordar que cuando las autoridades sancionan a las empresas, lo hacen en beneficio económico del Estado, no directamente en favor del ciudadano afectado, aun cuando el propósito sea el de disuadir el hecho por el cual se es investigado. La sanción administrativa, por alta que sea, no repara al usuario que fue engañado o perjudicado. Ese consumidor, si quiere ser compensado, tiene que iniciar una acción judicial independiente, distinta al proceso sancionatorio. Esto demuestra que la actuación punitiva, tal como está diseñada, no garantiza ni eficiencia, ni justicia material. Esta actuación solo impone un castigo económico, sin resolver realmente el daño ocasionado.
Por eso urge repensar la función sancionatoria. Repensarla no significa debilitar la protección al consumidor, ni mucho menos renunciar a perseguir los abusos evidentes. Significa reconocer que no todo incumplimiento requiere ser castigado con la máxima severidad, ni que la sanción per se es suficiente para fortalecer el mercado. Significa diseñar mecanismos que corrijan a tiempo, que promuevan la reparación voluntaria, que incentiven la mejora continua antes de que la infracción crezca y se vuelva irreversible.
Claro que los consumidores y la ciudadanía en general deben ser protegidos; no hay economía sana sin consumidores o ciudadanos confiados en el mercado. Pero proteger al consumidor no significa imponer un régimen de sospecha permanente sobre todas las empresas, ni convertir cada error en una culpa inexcusable. Proteger es también garantizar que los mercados sigan siendo dinámicos, diversos, capaces de asumir riesgos razonables sin miedo a ser castigados; salvo, claro está, en aquellas ocasiones en que exista la intención deliberada de distorsionar el mercado actuando de mala fe.
Y es precisamente por lo anteriormente mencionado que debe promoverse el hacer una revisión urgente de la arquitectura institucional sancionatoria. Las entidades, con una responsabilidad central en la vigilancia de mercados, requieren un mecanismo robusto y transparente para controlar el ius puniendi que ejerce. El ejercicio de la potestad sancionadora no puede quedar librado exclusivamente a la discrecionalidad funcional de los casos. Debe estar sujeto a controles institucionales, criterios técnicos uniformes y marcos de dosimetría objetivos y verificables.
¿Por qué es esto urgente? Porque un abuso en la discrecionalidad sancionatoria tiene efectos: desincentiva la inversión, frena la innovación y afecta la credibilidad institucional. La confianza en el sistema de supervisión se rompe cuando las decisiones sancionatorias se perciben como impredecibles. Por eso, todas las autoridades deben contar con sistemas internos y externos de revisión, lineamientos estandarizados y principios de proporcionalidad, gradualidad, no confiscatoriedad e imparcialidad que sirvan como contrapeso al poder sancionador. Esto no solo garantiza legitimidad, sino que construye previsibilidad, el principal activo jurídico que una economía emergente necesita consolidar.
Hoy, más que nunca, se necesita que las autoridades se conviertan en arquitectos de confianza pública. ¿Se necesita firmeza para sancionar el fraude y el abuso real? Sí, pero también se necesita inteligencia para distinguir entre el error corregible y la mala fe deliberada.
La verdadera protección de las relaciones de consumo, así como de toda relación empresarial, no se logra castigando a todo el mercado. Se logra haciendo que cumplir sea más fácil, más lógico y más rentable que incumplir.
Ignorar este debate no sería solo un error técnico; sería un error político de enormes proporciones. La viabilidad de nuestras empresas, la calidad de nuestros empleos y la velocidad de nuestra innovación están en juego. La inclusión de nuevos modelos de supervisión y una regulación más inteligente y efectiva no son un lujo: son una necesidad urgente sobre todo para territorios que sufren una hiperregulación que asfixia en lugar de impulsar.
El futuro no espera. Esta vez, los costos de seguir castigando serán mucho más altos que los de aprender a regular con inteligencia. Sin confianza en las reglas del mercado, así como seguridad en la buena fe del empresario, no habrá inversión, ni innovación, ni crecimiento sostenible.
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