14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 1 hour | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Un siglo después

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Maximiliano A. Aramburo C.

Abogado y profesor universitario

maramburo@aramburorestrepo.co

 

Hace casi cien años, llegó a ser ley el Código Judicial de Ismael Arbeláez. El proyecto había sido literalmente comprado a su autor en 1912 –acto aprobado por la Ley 117 de 1914– para ser estudiado por la Corte Suprema y los tribunales superiores, que debían rendir concepto al Consejo de Estado. Fue efectivamente examinado y el resultado fue un rechazo generalizado, al que se sumó buena parte de la abogacía de la época. Pero el Congreso desoyó las críticas y se promulgó la Ley 103 de 1923, que comenzó a regir poco después. Sin embargo, los ataques no amainaron y apenas meses más tarde se suspendió su aplicación, mediante la Ley 26 de 1924, que, además, tomó la medida transitoria y urgente de revivir el código derogado y creó una comisión –de miembros ilustres nombrados por la Corte Suprema– para redactar el nuevo proyecto de código, que terminó siendo el de 1931.

A un siglo de aquel evento podríamos vivir una situación inversa. Estamos cerca de perder una de las mayores revoluciones en la administración de justicia de la historia de Colombia, que llegó por la fuerza de las circunstancias, gracias al buen tino de un legislador de emergencia y se implementó con el esfuerzo increíble de una cantidad enorme de funcionarios judiciales, que hicieron hasta lo que no sabían para prestar el fundamental servicio. El Decreto 806 del 2020 hizo realidad varios de los cambios que para los códigos vigentes eran un noble sueño cargado de intenciones. Pero el decreto –señala con acierto el profesor Henry Sanabria– pisó algunos callos.

 

Muchas de las cuestiones que desarrolló han representado un ahorro incremental de recursos, si se calcularan los beneficios acumulados por todas las partes involucradas en la resolución de un litigio. Piense usted en algunos ejemplos: ¿Cuánto nos ahorramos globalmente en desplazamientos en las grandes ciudades, y aun fuera de ellas? ¿En qué empleamos el tiempo en el que no se hicieron filas o en el que los funcionarios no han invertido en buscar y prestar expedientes en la barra? El Decreto 806 dio importancia jurídica al hecho de que la regla general es el uso del correo electrónico (“canal digital” por excelencia en nuestros días) y la excepción su no uso; puso en evidencia que la Rama Judicial necesita recursos robustos en todos los rincones del país y demostró qué significa que la buena fe se presume en las actuaciones procesales, al mandar a la obsolescencia sellos de presentación personal en los poderes. De su mano llegó colateralmente la esquiva digitalización de los títulos de depósitos judiciales sin turnos ni trabas. No son pocos sus méritos.

 

El repentino (y radical) regreso a una presencialidad igual a la de antes nos devolvería a un proceso judicial con expedientes en papel y legajadores redondos, en vez de llevarnos a un sistema fuerte de gestión documental digital; a salas de reverencias y a notificaciones-ficciones colgadas en ganchos, en vez de llevarnos a entornos en los que el conocimiento de una decisión se prueba con un clic y no se presume. Podríamos, en suma, volver a un entorno que tendría más en común con la vida cotidiana de hace cien años que con la de hace dos semanas.

 

Ciertamente, quedaron cosas susceptibles de mejorar. Pero también hay cosas susceptibles de empeorar y la comisión nombrada, como hace casi cien años, tiene una tarea que debería ser declarada del máximo interés nacional. Mientras tanto, entre los candidatos a las próximas elecciones, ni una palabra al respecto.

 

Nota: De hace un siglo también es el reconocimiento del daño moral en el fallo Villaveces de 1922. Hay que conmemorarlo.

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