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02 de Mayo de 2024 /
Actualizado hace 2 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

No tan exigente

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Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario

Uno de los “dogmas” habitualmente repetidos en el derecho de daños consiste en afirmar que las responsabilidades profesionales son más estrictas que el régimen general (y residual). Frente a la exigencia de una culpa como requisito necesario para comprometer la responsabilidad del demandado en ese régimen general, suele afirmarse que cuando se trata de profesionales, el deber de conducta es más alto. En materia de administradores societarios, responsabilidad profesional donde las haya, esto ha tenido un desarrollo especial, por cuenta no solo del juez especializado que ha sido la Superintendencia de Sociedades, sino, además, recientemente, por la expresa consagración de la llamada business judgement rule (BJR) en el muy discutido Decreto 046 del 2024. Sin embargo, me temo que esta regla termina teniendo el efecto justamente contrario de lo que representa un nivel de exigencia más alto que el normal, al menos en uno de los llamados deberes fiduciarios generales de los administradores.

En un fallo del 2021 (SC2749 del 11 de marzo de ese año, que dio lugar a la sentencia de reemplazo SC500 del 2023), la Corte Suprema señaló que a la responsabilidad de administradores no le era aplicable la clasificación tripartita de la culpa, pero que, sin llegar al nivel de que bastara una culpa levísima, el deber de conducta suponía una diligencia y cuidado superior a la normal. No obstante, en el mismo fallo, al concretar en qué consiste el deber de obrar con la diligencia de un buen hombre de negocios, tratándose de las “decisiones estratégicas y de negocios”, señaló que el deber se entendía cumplido aplicando la BJR, es decir, si la decisión se adopta (i) de buena fe, (ii) sin interés personal, (iii) con información suficiente y (iv) con arreglo a un procedimiento idóneo. Al margen del debate sobre su legalidad y su constitucionalidad, el Decreto 046 replicó tres de esos cuatro criterios (no incluyó el último) para sostener que “las autoridades” deben respetar el criterio del administrador en tales decisiones de negocios, lo que equivale a decir que, en esos casos, aunque haya un daño a la sociedad, se debe entender que la conducta del administrador no es culposa.

Hasta la incorporación del criterio de la BJR en la jurisprudencia societaria de la superintendencia del ramo, la preocupación que habitualmente se expresaba desde diferentes orillas partía de considerar que los negocios podían representar pérdidas para las sociedades, porque están revestidos de un cierto azar, que no es atribuible a la decisión estratégica que adopte el administrador. Por lo tanto, se sostenía, era necesario flexibilizar el examen de la culpa, acudiendo a criterios como el de la BJR, para que no fuera una responsabilidad tan estricta con el administrador, es decir, para que no fuese una responsabilidad superior a la “normal”. De esa manera, la responsabilidad podía seguir siendo imputable a culpa, pero con un contenido que dejara a salvo las decisiones de negocios que, de otra forma, conllevarían responsabilidad patrimonial. Una culpa no tan exigente, en otras palabras.

Así que, hoy, a pocos meses de haberse introducido en una fuente formal (aunque dudosa), y tras varios años de estarse reclamando por la doctrina y aplicando en la jurisprudencia, la pregunta que se hace un ingenuo observador es qué fue lo que cambió con su introducción. Y la respuesta parece clara: poco (o muy poco).

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