15 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 5 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

La comandita: R. I. P.

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José Miguel Mendoza

Socio de DLA Piper Martínez Beltrán

jmendoza@dlapipermb.com

 

La sociedad en comandita es una de las más venerables instituciones del Derecho Mercantil, con una historia riquísima, repleta de episodios fantásticos y alguna que otra fechoría.

 

Aunque se ha dicho que la sociedad comanditaria proviene de los préstamos a la gruesa de los babilonios, su antecedente más certero es el contrato de commenda, de uso habitual durante el medioevo en las repúblicas comerciales del Mediterráneo. Bajo la figura de la commenda, un mercader podía financiar sus expediciones de negocios con recursos aportados por uno o varios inversionistas de capital, cuyos nombres se mantenían en secreto. Esta reserva de identidad fue bastante apetecida por los nobles italianos que buscaban multiplicar sus fortunas sin que los tildaran de comerciantes, un apelativo abominable para la aristocracia de la época. El contrato de commenda fue utilizado también por el clero con un propósito inconfesable: invertir la inmensa riqueza de la iglesia en contravía de aquellas prohibiciones canónicas que reprochaban el ánimo de lucro como un impulso terrenal y, en consecuencia, pecaminoso.

 

A pesar de estos antecedentes poco auspiciosos, lo cierto es que la commenda fue la principal innovación financiera del medioevo. La estructura de este negocio, replicada en las primeras sociedades comanditarias, servía como conducto para llevar el capital hacia emprendimientos de toda índole. Con esta nueva fuente de financiación se lanzaron audaces aventuras marítimas, cuyos réditos alentaron la creación de las primeras sociedades de capital, incluida la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (VoC), la primera compañía en financiarse mediante una oferta pública de acciones. La sociedad en comandita es entonces el eslabón perdido en la cadena evolutiva que va desde las sociedades de personas hacia las de capitales.

 

La llegada de esta figura a Colombia no estuvo exenta de controversia. En su versión original, la comanditaria colombiana no solo permitía mantener en el anonimato a los aportantes de capital, sino que, además, estaba por fuera de la órbita de fiscalización de la Superintendencia de Sociedades Anónimas. Estos atributos provocaron un primer auge de nuestra sociedad en comandita, con resultados poco halagüeños. Para José Ignacio Narváez, la comanditaria solía albergar empresas de moral cuestionable, desde el contrabando hasta “casas de lenocinio (…) o expendio público o subrepticio de (…) embrutecedores brebajes”. Gabino Pinzón, por su parte, recuerda cómo “algunos altos funcionarios gubernamentales –verdaderos alguaciles del Fisco– llegaron a sugerir la prohibición de esta forma de sociedad, por ser, según ellos, un instrumento de evasión de impuestos”.

 

Corregidas las falencias que la habían desprestigiado, la comandita se revitalizó tras convertirse en el tipo societario predilecto para la administración de empresas familiares. La particular división de poderes en esta sociedad, con los comanditarios a merced de las potestades absolutas del gestor, reflejaba de cerca la estructura tradicional de una familia. Esta y otras ventajas llevaron a que incontables familias colombianas le confiaran sus fortunas a la sociedad comanditaria, una tendencia que empezó a acentuarse hacia mediados del siglo XX (McCausland, 1963).

 

Lamentablemente, nuestra sociedad en comandita está plagada de problemas. Para comenzar, la comanditaria simple, el modelo más usado por los colombianos, reposa sobre los cimientos laberínticos de la sociedad de responsabilidad limitada, cuyas falencias son bien conocidas por todos. Además, el régimen de la comandita hace casi imposible resistirse a los abusos de un socio gestor, al punto que, en criterio de algunos, los comanditarios no pueden intentar acciones de responsabilidad ni siquiera en los casos más groseros de deslealtad y prodigalidad. Pero tal vez la falla principal de las comanditarias sea la dificultad de reemplazar al gestor en sus faltas absolutas o temporales. Hemos perdido ya la cuenta del número de sociedades de familia en las que la muerte repentina del gestor desencadena un conflicto insuperable entre sus hijos, los comanditarios.

 

Hace algunos años habría sido posible, e incluso necesario, remozar a nuestra sociedad comanditaria mediante simples ajustes en su régimen de funcionamiento. Poco sentido tendría hoy esa tarea. Con la introducción de la sociedad por acciones simplificada (SAS), las familias colombianas tienen ahora una herramienta maleable que puede replicar las ventajas de la comanditaria, sin contagiarse de los problemas que históricamente han aquejado a este tipo societario. De ahí que sean ya incontenibles tanto el desplome en la constitución de nuevas sociedades en comandita como la migración acelerada de las comanditarias existentes hacia el tipo de la SAS.

 

En 1994, Ignacio Sanín Bernal publicó su célebre ensayo La Limitada: R. I. P., en el que ofreció una especie de oración fúnebre para las sociedades de responsabilidad limitada. Parece que ha llegado la hora de firmar también la partida de defunción de la sociedad en comandita, una distinguida institución que, como tantas otras innovaciones de tiempos pasados, cumplió un papel protagónico en la historia de la humanidad y merece ahora honrosa sepultura.    

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