Instrucciones para expropiar a un accionista minoritario
José Miguel Mendoza
Socio de DLA Piper Martínez Beltrán
Para expropiar a un accionista minoritario deben tenerse claros los motivos. En una sociedad de familia, tal vez sea esta la oportunidad para que el controlante cobre venganza de su pariente, el minoritario, por alguno de los agravios reales o imaginarios de una infancia tormentosa. O quizá se trate de un acto más íntimo, la humillación del hermano predilecto, por el estilo de lo que le ocurrió a José, hijo favorito de Jacob, en el relato bíblico. Claro que los motivos no tienen que ser tan rebuscados. Basta la desazón del controlante por convivir con un inversionista pasivo que, como una rémora, devora anualmente parte de las utilidades sin haber hecho nada diferente de aportar unos cuantos recursos para fundar la compañía. Y, si faltan razones de peso, siempre pueden consultarse los escritos insondables de Grossman y Hart, en los que el controlante descubrirá que sus agresiones contra el minoritario son apenas la expresión de una conducta racional que los economistas clasifican como “problema de agencia”.
Definida la motivación, el siguiente paso es ejecutar la conocidísima estrategia para doblegar al minoritario. Valga aclarar que no se trata de una fórmula concebida en Colombia, en un inspirado episodio de malicia indígena. No, las técnicas de expropiación de minoritarios fueron diseñadas y perfeccionadas en EE UU, por la época en que los magnates de ese país se disputaban el control de las grandes compañías ferroviarias, a finales del siglo XIX. El objetivo principal en cualquier plan de expropiación, tanto en el año 1900 como en el 2019, es desviar los flujos de caja de la compañía exclusivamente hacia los bolsillos del accionista controlante (nótese el énfasis). Los más intrépidos lo hacen mediante donaciones o, si son alérgicos a los tributos y los trámites notariales, por conducto de préstamos vitalicios que engordan periódicamente el patrimonio del mayoritario. Así de fácil.
Otros, más circunspectos, suelen colmar de “sanguijuelas” a la sociedad, un método que, tanto en procedimiento como en resultados, se asemeja a la antigua receta galena para sanar a los enfermos. La primera capa de sanguijuelas se aplica con la contratación, por parte de la compañía, de todos los familiares y allegados del controlante (excluido, por supuesto, el minoritario), con salarios espléndidos y, de vez en cuando, generosas bonificaciones para premiar el trabajo arduo que todos cumplen en el desarrollo de la empresa social. Al pasar a la segunda capa, un enjambre de sociedades participadas en un 100 % por el controlante y sus cómplices se convierte, repentinamente, en el principal proveedor de la compañía. Aquí comienza el verdadero desangre. Cánones inflados, servicios inexistentes, insumos sobrevalorados; todo un festín de prodigalidad.
Llegado el día de la reunión ordinaria de la asamblea, el gerente informa en tono lúgubre que la compañía, anémica ya por efecto de las sanguijuelas, produjo apenas una fracción de las utilidades repartibles que generaba en años más prósperos. Pero, por exiguas que sean las utilidades, ¿por qué habrían de compartirse esos dineros con el minoritario, un personaje que, movido por la avaricia, exige dividendos sin hacer nada por el bienestar de la sociedad? Viene entonces la retención de las utilidades (o, en casos de extrema mezquindad, una capitalización de dividendos) justificada por la necesidad de “demostrar el compromiso de los accionistas con la compañía” o para “proteger nuestro futuro” o alguna otra frase nebulosa que tendría más cabida en el manifiesto de campaña de algún partido político. Para rematar, claro, una emisión primaria de acciones orientada a financiar proyectos inescrutables. Mientras que el controlante participa en la capitalización con los recursos que ha extraído previamente -y que volverá a recibir, por vía de sus sanguijuelas- el minoritario, privado de utilidades, tendrá dificultades para hacer nuevos aportes. Y aunque logre reunir los recursos para evitar una dilución, de seguro no sobrevivirá a las siguientes capitalizaciones que ha planeado ya el controlante para vaciar las cuentas bancarias del minoritario, en lo más cercano que tiene el Derecho de Sociedades a un paseo millonario.
Sigue ahora el golpe de gracia. El mayoritario, en un acto de generosidad, ofrece comprarle al minoritario sus acciones en la compañía. ¿Y cuánto cuestan esas acciones, expurgadas de todo valor por los atropellos a los que ha sido sometida la minoría? Pues nada. Pero el minoritario, diluido, ilíquido y con el espíritu hecho trizas, procura huir con lo único que puede rescatar de su estrepitosa aventura capitalista: unos cuantos pesos y un merecido escarmiento por haber comprado una posición minoritaria en el capital de una compañía colombiana.
La misma historia se repitió en mil sociedades, sin que nadie pudiera hacer nada para defender a los accionistas que fueron víctimas del desfalco. Corrió entonces la voz en círculos empresariales y facultades de Derecho: incauto es tanto el deudor solidario como el accionista minoritario. Y en apenas unos años, con la desaparición del último minoritario, se extinguió también la sociedad de capital y el país quedó sumido en las secuelas aplastantes de la pobreza y el subdesarrollo.
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