Columnistas
Procura aprender la lección
Mónica Roa
Especialista en uso del Derecho para la promoción del cambio social y en equidad de género
La justicia pretende cumplir dos funciones: aplicar la ley al caso concreto y generar procesos deliberativos y pedagógicos sobre los valores y principios que rigen la sociedad para contrarrestar el carácter contra-mayoritario de sus decisiones. Sin embargo, la decisión del Consejo de Estado de declarar la nulidad de la reelección del exprocurador Ordóñez solo logró cumplir la primera de estas funciones. La manipulación politiquera que Ordóñez hizo de los tiempos procesales y su falaz discurso de salida lograron diluir la oportunidad de generar una reflexión colectiva sobre la trascendencia de la decisión y sobre las lecciones que deberían quedarle al país después de estos nefastos siete años y ocho meses.
Ordóñez es el político más coherente que conozco: ha sido fiel a su agenda de comienzo a fin. Si algo tienen los fundamentalistas es que son perfectamente leales a sus creencias, lucharán por ellas sin importar lo que tengan que hacer, y ello los hace también más peligrosos. La agenda de Ordóñez es explícita desde su tesis de grado y es reafirmada en cada una de las posteriores publicaciones del exprocurador. En sus escritos queda claro que para él la ley y las instituciones del Estado deben estar al servicio de los mandatos divinos y buscar la erradicación del comunismo y del ateísmo. Ordóñez escribió, antes de que lo eligieran procurador, que cualquier funcionario público debía hacer objeción de conciencia cuando los mandatos legales, incluidos los constitucionales, fueran contra la ley divina; y que para defender los derechos humanos había que desandar el camino de la Revolución Francesa y los acuerdos de Naciones Unidas. Díganme ustedes: ¿cómo se les ocurrió a los senadores del momento, incluidos muchos liberales y progresistas, elegir a alguien que hacía esas afirmaciones como defensor del Estado de derecho y garante de los derechos humanos?
Las mujeres sí nos la pillamos desde el comienzo. Nuestras alertas se prendieron cuando supimos que Ordóñez afirmaba que los niños deben estar sometidos al poder de sus padres, las mujeres al poder de los hombres y el Estado al poder de la iglesia; pero leer que la legalización del aborto y el matrimonio homosexual eran la antesala a la promoción de la pedofilia y la zoofilia hizo explotar todas las alarmas. Destituir a la senadora Piedad Córdoba fue su primera movida y acabar con el proyecto de la Clínica de la Mujer de Medellín fue la segunda. Claro, es fácil empezar las cruzadas persiguiendo a las mujeres rebeldes que todo el mundo cree brujas y atacando los derechos que igual nadie quiere tener que usar. No hemos aprendido la lección que el pastor antinazi Martin Niemöller intentó dejarnos después de la Segunda Guerra Mundial, ¿se acuerdan?: primero vinieron por unos y eventualmente llegaron por los demás, “y entonces vinieron por mí…”.
Recuerdo el miedo a la retaliación que sentí cuando supe que habíamos ganado la tutela –presentada por 1.200 mujeres en edad reproductiva de todo el país– que obligaba a Ordóñez y sus secuaces a retractarse de todas las mentiras que habían puesto en boca del Estado sobre nuestros derechos reproductivos. Para ese entonces, yo ya tenía una denuncia penal por injuria y calumnia y ya habían disparado contra nuestra oficina. Pero esa decisión judicial tuvo una función pedagógica importantísima –así como debió haberla tenido la emitida por el Consejo de Estado el pasado miércoles 7 de septiembre– que fue recordarle a la ciudadanía que sus funcionarios públicos no pueden decir mentiras ni mezclar la información con la opinión cuando se trata del ejercicio de derechos fundamentales, y más cuando son los derechos de grupos tradicionalmente discriminados.
Al final de su primer periodo ya era claro, incluso para el más distraído, con qué tipo de personaje estábamos tratando. Pero a pesar de los abusos de poder, y de todas las irregularidades que nos restregaba en la cara, nadie tuvo el valor de impedir su reelección. Hasta los poderosos más perspicaces, a quienes solo les interesaba blindar por todos los ángulos la apuesta política por la paz, le comieron cuento a Ordóñez y no supieron ver en la primera página de aquella tesis escalofriante el anuncio de lo que efectivamente haría en los tres años y ocho meses que duró reelegido en un cargo tan vital para el Estado: su verdadera misión de velar por “el aplastamiento del comunismo ateo para que brille por doquier la fe católica”.
La justicia no solo debe ser neutral, sino parecerlo. Ese fue uno de los primeros argumentos que usamos para oponernos al régimen de Ordóñez: ¿cómo confiar, por ejemplo, en aquella delegada para los derechos de la mujer que se había comprometido públicamente a revertir el reconocimiento del derecho fundamental a optar por un aborto, y que ahora tenía el encargo de hacerlo cumplir?
Pues bien: de la misma manera, la decisión contra el Procurador no solo debió ser neutral, sino parecerlo. Y como no fue así, como tardó tanto en ser tomada y llegó en tiempos donde todo se lee en clave política, Ordóñez dejó su cargo con impunidad social. Hasta sus últimas actuaciones sirvieron de caja de resonancia a su agenda, profundizando una polarización que solo le sirve a él: su participación en las famosas marchas de padres de familia pusieron en boca de todo el mundo el título de uno de sus libros –Ideología de género: utopía trágica o subversión cultural– y la insinuación de que la decisión del Consejo de Estado respondía a un acuerdo con las Farc para sacarlo enrareció aún más el clima a un par de semanas del plebiscito.
No me cabe duda de que en estos años el proceso de construcción de ciudadanía se fortaleció; supimos organizarnos y defender nuestros derechos –¡bien por los demandantes!–, pero dudo que el país en general y los políticos que no hicieron nada para evitar su elección y su reelección en particular hayan aprendido la lección de este capítulo de nuestra historia: luego de ver crecer a Ordóñez como un fenómeno, de verlo expandirse como una mancha entre la desidia y los cálculos politiqueros, no estoy segura de que estemos listos para pasar la página y no volverlo a repetir.
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