12 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 4 minutes | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

¿Una lectura moral de la oralidad?

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Maximiliano A. Aramburo C.

Profesor de la Universidad Eafit

marambur@eafit.edu.co

 

“No todo lo bueno es moralmente relevante, y no todo deber es un deber moral”, escribía el filósofo finlandés G. H. Von Wright, al comenzar el libro que fue traducido al español como La diversidad de lo bueno. Recordé estas palabras de Von Wright con ocasión de la férrea defensa que muchos hacen de la oralidad procesal, que con su auge en las últimas dos décadas parece llevarnos por caminos peligrosos cuando se hace en términos morales. No porque las lecturas morales sean en sí mismas peligrosas, por supuesto, sino porque creo que conviene distinguir: una cosa es el conjunto de las bondades técnicas de la oralidad (siempre que haya un contexto en el que esas bondades se pueden verificar) y otra muy distinta, al menos analíticamente, que la oralidad sea moralmente buena o que los sistemas de enjuiciamiento escritos sean moralmente reprochables.

 

Parece sensato reconocer que los fines de eficiencia y celeridad en la administración de justicia que se han perseguido con las reformas son moralmente deseables. Incluso, puede señalarse que la oralidad favorece la inmediación y la concentración, que también son fines cuya realización debe perseguirse. Pero no parece que de allí pueda concluirse, al menos no sin cometer algún error argumentativo, que la oralidad sea la única forma de obtener eficiencia, celeridad, inmediación o concentración. Ya Calamandrei, con evidente ironía, señalaba, en el Elogio de los jueces, que los alegatos orales de los abogados eran, para muchos jueces, un momento de descanso mental y que sus pensamientos retornaban al proceso una vez el abogado terminaba de alegar.

 

Modernamente, autores como Taruffo o Atienza han argumentado seriamente a favor de una visión menos optimista sobre las ventajas de la oralidad en todos los casos. El italiano ha hablado específicamente de los mitos de la oralidad, mientras que el español se pregunta si se argumenta mejor oralmente o por escrito, cuestionamiento válido tanto para el rol judicial como para el de los abogados, en general. En un plano diferente, la experiencia reciente en nuestro medio ha mostrado al menos dos cuestiones: la primera, material, que indica que la capacidad instalada para hacer de la oralidad una realidad en todos los despachos judiciales del país sigue siendo una gran limitante para el aprovechamiento adecuado de las ventajas del sistema oral.

 

La segunda, cultural, ha mostrado que, en muchos casos, tal oralidad no es más que un cascarón formal del que aquí bastan dos ejemplos. El primero, la introducción de documentos al expediente, que en nombre de la oralidad deben ser descritos y “convertidos” en palabras pronunciadas por un testigo, porque pareciera que, en nombre de la oralidad, lo que no se narre y no quede descrito en un soporte de audio, no existe. El segundo, más frecuente, lo constituyen las tristemente célebres sentencias leídas. Felizmente, las sentencias ahora son más breves, aunque se limita su circulación y discusión con fines académicos.

 

Evidentemente, entonces, la oralidad procesal tiene ventajas técnicas que no son desdeñables, aunque a veces parecen exageradas por la versión cinematográfica de la administración de justicia. Pero el salto de realizar a partir de allí una lectura moral, señalando que solo lo oral es (moralmente) bueno, es arriesgado. Primero, porque acecha la falacia naturalista: derivar lo que debe ser a partir de lo que es. Segundo, porque se minimizan los riesgos de error, que quedan sepultados en la forma. Y, finalmente, porque no parece tan claro que todas las ventajas técnicas de la oralidad sean moralmente relevantes, salvo que se reduzca la lectura moral a un consecuencialismo a ultranza, difícil de sostener, en nombre del cual todo lo que satisfaga el fin de la celeridad es bueno. Si tal argumento se llevara al extremo, la temida por muchos inteligencia artificial en la aplicación del Derecho (uno de cuyos ejemplos es la utilización de blockchain en los llamados contratos inteligentes) sería aún mucho más eficiente y nadie parece reclamarla para todos los casos. La discusión, por supuesto, tiene muchas más aristas que conviene debatir.

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