El oprobioso mundo de las coimas
Whanda Fernández León
Docente Universidad Nacional
La moderna construcción teórica del Estado de derecho permite entenderlo como una fórmula de compromiso con el principio de legalidad y con las libertades ciudadanas. Colombia, inspirada en nobles ideales de justicia social, se describe en la parte dogmática de la Constitución Política de 1991 como un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria y democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, cuyo fin esencial es el reconocimiento, sin discriminación alguna, de la primacía de los derechos inalienables de la persona humana.
Infortunadamente, pese a tan progresista visión de Estado, el deterioro global de la ética y de las buenas prácticas en las instituciones oficiales obstruye el cumplimiento de esos deberes contraídos con la comunidad, al punto de que hoy es imposible desconocer que las vicisitudes que padecen las frágiles democracias de América Latina las engendra una pandemia denominada corrupción.
Los estatutos penales no definen la corrupción y cuando resulta inevitable aludir a ella, utilizan expresiones como las de “descomposición social”, “abuso de poder”, “degradación moral”, “impudicia” o “deshonestidad”. Empero, en criterio de connotados analistas, corrupción es “el abuso de un cargo público para el beneficio personal” o “el enriquecimiento ilícito de un servidor público a costa del Estado”.
Nuestra ley penal (L. 599/00) tampoco la describe, pero tipifica como delitos que atentan contra el orden económico social, el sistema financiero, la administración pública y otros bienes jurídicamente protegidos, cada una de sus múltiples facetas, a saber: lavado de activos, concierto para delinquir, peculado por apropiación, peculado por uso, peculado por aplicación oficial diferente, peculado frente a recursos de la seguridad social, peculado culposo, omisión del agente retenedor, destino de recursos del tesoro para estímulos o beneficios indebidos de explotadores y comerciantes de metales preciosos, fraude de subvenciones, concusión, cohecho, prevaricato, celebración indebida de contratos, tráfico de influencias, abusos de autoridad, lavado de activos, enriquecimiento ilícito, utilización indebida de información y de influencias derivadas del ejercicio de la función pública, tráfico de influencias, etc., los que son reprimidos con penas de prisión, multas y restricción de otros derechos.
No obstante ser fenómenos complejos que se originan en el interés directo o indirecto, el amiguismo, el autobeneficio, el nepotismo, el favoritismo, el clientelismo, las relaciones familiares, los negocios, la amistad íntima, la enemistad manifiesta y los prejuicios, y, a pesar de ser la simiente de la mayoría de los actos corruptos en las esferas públicas y privadas, el conflicto de intereses no está calificado como un delito, sino como una falta disciplinaria.
Si la corruptela no se controla con firmeza y medidas punitivas razonables y efectivas y si no se preserva la pulcritud de la administración pública y se pone fin a la impunidad, la salvaguardia del patrimonio de la Nación y los derechos fundamentales de las personas honorables quedarán a la deriva.
La corrupción lacera la dignidad humana, alarga los tiempos para la toma de decisiones, fragmenta la confianza ciudadana, viola derechos intangibles, amenaza la imparcialidad e independencia de la magistratura y crea arbitrarias diferencias en el trato con los usuarios al dar prelación a quienes entregan incentivos, dádivas, coimas, favores, regalos y pagos ilícitos, como si solo pudieran gozar de sus derechos constitucionales quienes tienen la capacidad para pagarlos.
En palabras del secretario general de la OEA, Luis Almagro, “la corrupción es una enfermedad hereditaria, autoinmune, aparece en cualquier sistema político, no reconoce fronteras de ningún tipo, ni ideológicas. Destruye las partes sanas y bien intencionadas de la política, es implacable y ha sido omnipresente en la historia. Hay que combatir tan penosa enfermedad”.
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