14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 1 hour | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

El mandato forzoso y un estado de cosas inconstitucional

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Francisco Bernate Ochoa

 

Director Grupo de Investigación “Carlos Lozano y Lozano” en Derecho Penal

 

Universidad del Rosario

 

El mandato se encuentra definido en el Código Civil (art. 1709), al señalar que, mediante esta modalidad de contrato, una persona se obliga a prestar algún servicio o a realizar alguna cosa, por cuenta o encargo de otra. Se trata, por supuesto, de un negocio jurídico bilateral, consensual e intuito personae, en tanto que el mandatario representa al mandante en la gestión particular que se conviene.

 

Uno de los eventos en los que se realiza un contrato de mandato es cuando un ciudadano decide designar a un apoderado para que lo represente en asuntos jurídicamente relevantes que van, desde iniciar, o asumir su vocería en un proceso judicial, hasta contraer matrimonio. Es por ello que es de la esencia de este negocio jurídico el que la persona que va a ser representada tenga la capacidad total de elegir a quien obrará por su cuenta y nombre.

 

La práctica judicial de nuestro país ha desnaturalizado por completo el contrato de mandato, por cuenta de un pretendido “eficientismo” judicial que está generando otro estado de cosas inconstitucional respecto de la manera en que se imparte justicia entre nosotros, que no es más que un asunto de cumplimiento de estadísticas, en el que se deben terminar los procesos tan pronto como se pueda, y todo aquello que suponga una demora en la actuación es visto con sospecha. Los recursos pasaron de ser el legítimo ejercicio de un derecho para considerarse ahora maniobras dilatorias, ni qué decir de las recusaciones –casi criminalizadas por estos días– y, por supuesto, se estigmatiza al apoderado que solicita un espacio para entender la responsabilidad que se está asumiendo, o que no puede asistir a una diligencia, llegando al extremo increíble, violatorio de los derechos humanos, de señalar que la concurrencia de diligencias no es excusa para que el apoderado se ausente de aquellas a las que ha sido citado, pues está en el deber de designar a un apoderado suplente aun cuando no esté autorizado para ello.

 

Por la vía de las investigaciones penales y disciplinarias contra los jueces por cuenta de la mora judicial, los operadores de la administración de justicia han terminado desequilibrando la ecuación en perjuicio del extremo más débil del proceso penal: el apoderado. Es así como, hoy, (i) se exige que todo abogado cuente con un suplente a fin de cubrir cualquier eventualidad en la que no pueda asistir a una diligencia, desconociendo que la facultad de designar o no a un suplente no la decide el juez, sino quien concede el mandato. Sencillamente, cada persona es libre de decidir a quien desea que lo represente.

 

Pero, peor aún, se ha creado (ii) la práctica de designar, por derecha, a defensores públicos o defensores de oficio cuando el apoderado designado no asiste a una diligencia. Esto desconoce la esencia del Sistema Nacional de Defensoría Pública, o de la defensoría de oficio, instituciones diseñadas para las personas que no pueden proveerse de un abogado de confianza o que no comparecen al proceso, y desbarata el contrato de mandato, pues se le impone a la fuerza un representante judicial al ciudadano, cuando el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y nuestra Constitución establecen que se tiene el derecho a estar representado “por un apoderado de confianza” y, solo si ello no fuere posible, se le designa un defensor por cuenta del Estado. Pero, además de ello, se está desconociendo el derecho a una defensa técnica efectiva, pues los defensores asumen un proceso y una diligencia sin tener el conocimiento del proceso, sin poderlo preparar, con el único fin de que, como dice la consabida frase tan repetida entre nosotros, “las diligencias se hagan o se hagan”.

 

Estamos, pues, más que frente al desconocimiento de una figura como el contrato de mandato, en presencia de la vulneración de los derechos humanos y el consecuente incumplimiento del estándar mínimo exigido para la legitimidad de las decisiones judiciales en una democracia.

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