¿Sería necesario fraccionar a los gigantes digitales?
José Miguel De la Calle
Socio de Garrigues
Todo empezó hace más de 100 años cuando el presidente estadounidense Theodoro Roosevelt decidió ponerle límite a la expansión de las grandes empresas americanas llamadas trusts, apoyándose en la recién aprobada Sherman Act. Su cruzada se inició con una demanda presentada por el Fiscal General para que se investigara la conducta del magnate J. P. Morgan y su empresa Northern Securities Co.
A esta acción le siguió la causa contra John D. Rockefeller y su empresa Standard Oil, trust que luego de 25 años de monopolio se había convertido en la empresa más grande del mundo, alcanzando un valor patrimonial superior a los 400 billones de dólares de hoy.
La investigación puso al descubierto tácticas diseñadas para excluir o destruir a la competencia, a través de varias modalidades: (i) la celebración de acuerdos con empresas transportadoras de crudo para asegurar precios bajos para el grupo de empresas cartelizadas y precios altos para las empresas ajenas a la conspiración; (ii) una estrategia de precios predatorios para ciertas regiones, que se compensaban con precios altos en otras regiones del país; (iii) la generación de descuentos ilegales tipo rebates y (iv) la implementación de una agresiva estrategia de compras de empresas competidoras bajo una filosofía tipo Genghis Khan: únete al imperio o enfrentarás la destrucción total (Tim Wu, The Curse of Bigness, Columbia Global Reports, 2018).
Al final, con ponencia del magistrado John Marshall Harlan, Morgan fue hallado culpable. La Standard Oil, después de más de 400 testimonios, también fue declarada culpable, en decisión confirmada en 1911 por la Corte Suprema, ente que ordenó dividir el trust en 34 unidades empresariales independientes. A Roosevelt le siguió Taft en la presidencia, quien continuó y endureció la contienda contra los trust.
Con el paso del siglo XX, el derecho de la competencia dejó su enfoque antitrust y dio paso al estándar de bienestar del consumidor, conforme al cual el tamaño de las empresas no es un problema en sí mismo (al menos para el derecho de la libre competencia), mientras se asegure y se demuestre que las conductas bajo análisis benefician a los consumidores. Es así como en los últimos años las autoridades han permitido grandes megafusiones sin mayores reparos.
Sin embargo, el crecimiento exponencial de Google, Amazon, Microsoft, Apple, Facebook y otros gigantes digitales ha dado pie para que algunos expertos académicos y dirigentes políticos se planteen ahora la necesidad de retomar el estándar del antitrust clásico, lo que ha encendido el debate. Así, por ejemplo, haciendo eco de los neobrandeisians, la candidata demócrata a la presidencia de EE UU Elizabeth Warren ha prometido fraccionar estas megaempresas para limitar su poder. Otros han aconsejado crear redes sociales públicas sin ánimo de lucro para contrarrestar el poder omnímodo de las redes privadas, y asegurar un espacio libre de noticias falsas y bullying digital. Josh Hawley, el senador más joven de EE UU ha dicho que las redes sociales son parásitos de la inversión productiva y ha propuesto limitar por ley el tiempo en pantalla a 30 minutos diarios para hacer frente al problema de la adición digital (revista Semana, edición 1967).
Algunos como Byung-Chul Han y Richard Clarke han hablado de la esclavitud digital y de la necesidad de un marco ético para los cibernautas.
Más allá de la visión sobre estas propuestas, lo que resulta innegable es que en la era digital en la que vivimos, la información se ha convertido en el bien más apetecido de todos y que los grandes jugadores de la red controlan una cantidad de información personal tan grande que han adquirido una capacidad de influencia que puede sobrepasar la de muchos gobiernos soberanos. Es por ello que es fácil pronosticar que el debate sobre la necesidad de fraccionar los gigantes del internet –a la manera del viejo antitrust americano− seguirá in crescendo.
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