Columnistas
La encrucijada del arbitraje internacional
Fernando Mantilla Serrano Abogado. Experto en arbitraje
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Lejanas están ya aquellas épocas en que la referencia al arbitraje internacional tan solo evocaba históricos diferendos limítrofes y laudos que, en algunos casos, parecían más responder a aspiraciones geopolíticas que ser fruto de inspiración jurídica.
Pertenecen también al pasado los esfuerzos ingentes de un grupo de creyentes (que en ciertos casos aislados tuvo visos de fanatismo) por anunciar los beneficios del arbitraje. Así, a lo largo de los años 70, las principales instituciones arbitrales internacionales y nacionales se dedicaron a explicar y divulgar el arbitraje y a promocionarlo como método ideal para la resolución de conflictos, sobre todo de índole comercial. Eran épocas en que todavía no se hablaba de globalización y en la que la autarquía económica parecía posible, así muchos ya comenzaran a dudar de su eficacia.
En los años 80, comienzan a gestarse las primeras reformas legislativas que, a la postre, sentarían las bases de las legislaciones modernas en materia arbitral y resultarían, en los años 90, en la adopción de nuevas leyes de arbitraje en un gran número de países. Es también en esta década de apertura económica e integración que los Estados aceleran la firma de convenios para fomentar el comercio y la inversión, dando origen al auge del llamado arbitraje de inversión.
Así, el arbitraje dejó de ser una institución reservada para contratos y controversias de gran envergadura y se convirtió en método privilegiado de los operadores del comercio y la inversión internacionales en la solución de sus controversias. De una institución percibida como la escapatoria para evitar sistemas judiciales ineficientes y procedimientos locales lentos y costosos, se pasó a un verdadero instrumento de comercio e inversión. La cláusula arbitral se convertía así en una cláusula típica de todo contrato.
Se podría entonces concluir que los gestores de este movimiento tuvieron éxito y que la tarea está cumplida. Grave error el de la satisfacción en el éxito, pues este es, por naturaleza, efímero.
Con el auge y la llamada “popularización” del arbitraje, nuevos retos han aparecido. De los muchos que hoy subsisten (costos y demoras, clamor por “transparencia”, “politización” por los gobiernos de turno de fallos arbitrales adversos, utilización abusiva del arbitraje por parte de inversionistas de complacencia, etc.), llama particularmente la atención aquel que afecta la conducción del procedimiento arbitral y que, al privar al arbitraje de flexibilidad y capacidad de adaptación a la controversia concreta, lo está haciendo cada vez más costoso y lento. Se está corriendo el riesgo de caer, precisamente, qué ironía, en los defectos que los “creyentes” de los años 70 endilgaban a ciertos sistemas judiciales.
Y el peligro es particularmente alarmante, pues pareciera que expertos y neófitos por igual, por empeño o por desidia, en lugar de ofrecer resistencia contemplan con desdén los acontecimientos dejándose llevar por una especie de tendencia.
Los árbitros y abogados expertos se han acomodado a un procedimiento arbitral estandarizado en el que sin importar la complejidad, cuantía o naturaleza de la controversia, repiten como autómatas (en algunos casos llegando al extremo de utilizar documentos preestablecidos y copiados de otros casos y de pasadas experiencias) peticiones, etapas, decisiones, pruebas y “estrategias” que, en lugar de facilitar la conducción del procedimiento arbitral, evitan la reflexión e impiden determinar el tipo de procedimiento que mejor se adapta a la controversia concreta. El efecto es evidente, se encarece y complica la resolución de la controversia. No es lo mismo –ni requiere el mismo procedimiento– un arbitraje sobre alegadas inconformidades con las especificaciones en una compraventa de equipos, que un arbitraje relacionado con las demoras, sobrecostos y no pago por trabajos relacionados con la construcción, ensamblaje y puesta en funcionamiento de un complejo industrial. El principio de autonomía de las partes y sobre todo, el poder de instrucción de los árbitros, pivotes de la práctica arbitral, sufren en su base con este tipo de actitudes.
Los neófitos –abogados y árbitros– también están contribuyendo al problema. Cierto es que toda institución se beneficia con la renovación y con las nuevas ideas y prácticas, pero algunos de estos actores parecen más interesados en importar (o calcar) prácticas forenses locales (cuando no mañas y artimañas) que en utilizar en beneficio de sus clientes o de una pronta y debida administración de justicia, la flexibilidad del procedimiento arbitral. Otros pretenden, desde el pedestal de una falsa deontología, importar e imponer (a través de códigos de ética) restricciones y prácticas procesales puramente locales con las cuales están familiarizados y que poco o nada tienen que ver con la ética.
De momento, el arbitraje está viviendo “días de gloria”, pues no se ve en el futuro cercano la emergencia de alternativas creíbles que lo puedan desplazar. Pero la supervivencia de la institución dependerá de la capacidad que tenga para continuar reinventándose. Ese es el compromiso y reto que debemos asumir todos (árbitros y abogados, expertos y neófitos) para preservar los beneficios que contribuyeron a su éxito.
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