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19 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 6 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Ferrocarriles y mercenarios

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José Miguel Mendoza

Socio de DLA Piper Martínez Beltrán

jmendoza@dlapipermb.com

 

En los libros de historia han quedado registrados los imponentes obstáculos y episodios de convulsión que enfrentaron las naciones más desarrolladas en su tránsito hacia la industrialización. En EE UU, por ejemplo, un país que actualmente se precia de tener el mercado de valores más dinámico del planeta y los más robustos índices de protección de accionistas, las cosas no siempre fueron tan halagüeñas.

 

Hacia finales del siglo XIX, los accionistas de compañías estadounidenses eran presa fácil de argucias diseñadas para privarlos de un retorno sobre sus inversiones de capital. Por esa época, las falencias estructurales del sistema de justicia de EE UU hacían casi imposible que los inversionistas zanjaran sus diferencias por la vía judicial. Ante las demoras interminables de los procesos y el exiguo rigor técnico de las decisiones de los jueces, era habitual que los más groseros actos de expropiación de accionistas quedaran en la impunidad. Existen incluso registros de escandalosos casos de corrupción judicial en el trámite de conflictos societarios, como parece haber ocurrido en la disputa por el control de la Compañía Ferroviaria de Erie, la administradora de una de las más importantes vías férreas del Estado de Nueva York.

 

Luego de que el magnate estadounidense Cornelius Vanderbilt comprara un porcentaje significativo de acciones en la Compañía Ferroviaria de Erie, los controlantes de la sociedad, Jay Gould, Daniel Drew y James Fisk, intentaron diluirlo mediante lo que en la práctica equivalía a una capitalización abusiva. Ante la amenaza de ver reducida su participación accionaria en la Compañía Ferroviaria de Erie, Vanderbilt les encargó a sus abogados que presentaran una demanda para contrarrestar la capitalización abusiva propuesta por los controlantes del ferrocarril de Erie. Los abogados obtuvieron rápidamente un pronunciamiento judicial favorable, “al acudir a un juez que estaba en la nómina de Vanderbilt” (SM Davidoff, 2009). Ante ese exabrupto judicial, los controlantes de la Compañía Ferroviaria de Erie respondieron en especie: “un juez fiel a los intereses de Gould, Drew y Fisk emitió una decisión contrapuesta para detener la arremetida de Vanderbilt” (id.).

 

Desprovistos de un sistema judicial que protegiera con ecuanimidad sus intereses, los accionistas de compañías estadounidenses solían recurrir entonces a actos de fuerza y vías de hecho para resolver sus diferencias. El desenlace del caso de Erie es un ejemplo fehaciente, aunque un poco hiperbólico, de este fenómeno: para hacerle frente a la estrategia judicial de los controlantes de la Compañía Ferroviaria de Erie, Vanderbilt envió un pelotón armado de mercenarios a expulsar a Gould, Drew y Fisk de las oficinas de administración de la sociedad. Esta medida coercitiva fracasó luego de que los bandoleros de Vanderbilt fueran repelidos por Fisk y su propia banda de mercenarios, quienes habían acomodado cañones de 12 libras a la entrada de las oficinas sociales (id.).

En esas condiciones de anarquía, pocas personas tenían la reciedumbre para invertir sus ahorros en sociedades abiertas y cerradas en EE UU.

 

Es inevitable trazar un paralelo entre ese periodo turbulento de la historia estadounidense y el estado actual de cosas en América Latina. Los sistemas judiciales de la región, mal equipados para resolver conflictos societarios, ofrecen poco resguardo para los inversionistas de sociedades de capital. De ahí que, así como ocurría en EE UU hace un siglo, asumir una posición minoritaria en el capital de compañías latinoamericanas sea una propuesta de alto riesgo, reservada para los más audaces o los más incautos. Ante la imposibilidad de acudir a la justicia para resolver sus diferencias, muchos inversionistas de la región simplemente dan por perdida su inversión para volver al entorno apacible de los certificados de depósito y los papeles de deuda soberana. Otros, movidos por un equivocado ánimo de hacer justicia en mano propia, zanjan sus conflictos mediante actos de fuerza. Aunque no se tiene noticia de disputas resueltas con cañones de 12 libras, es habitual oír episodios novelescos de accionistas que irrumpieron con violencia en las oficinas sociales, confeccionaron actas falsas y vaciaron las cuentas bancarias de la compañía.

 

Enfrentados a estas circunstancias turbulentas, nuestros dignatarios y legisladores podrían tomar una lección de la experiencia histórica estadounidense: solo reforzando nuestras instituciones de administración de justicia podremos darles nueva vida a los lánguidos mercados bursátiles de la región y promover los altos índices de crecimiento económico que pueden obtenerse cuando los recursos de capital llegan a manos de quienes harán mejor uso de ellos.

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