12 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 1 minute | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Las trampas del romanticismo: lecciones amargas para el Viejo Continente y América Latina

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Matthias Herdegen

Director de los Institutos de Derecho Internacional y de Derecho Público

Universidad de Bonn (Alemania)

 

Los actuales desafíos, tanto internacionales como internos, ponen de relieve los peligros del influjo de una corriente romanticista en el pensamiento jurídico y en las posturas socio-políticas. En el Viejo Continente, y sobre todo en Alemania, el enfoque en ciertos intereses y valores nos ha sugerido la visión de un mundo armónico y protegido, inspirado por un máximo grado de libertades individuales. Durante décadas, la política y el derecho alemán se han caracterizado por un romanticismo idealista e ingenuo más notorio que en muchos otros países occidentales.

El mundo occidental con sus valores es solo una gran isla, y con nuestro pensamiento idealista Alemania se ha convertido en una isla más dentro de este segmento del globo. Hay un anhelo de un orden armonioso que justiprecie ciertos valores como la autodeterminación, la igualdad, la protección de datos y otras libertades, las bendiciones del Estado providencial.  A esto se suman un complejo de superioridad moral y reflejos de redención mundial. Se trata de preocupaciones importantes y legítimas, pero que a menudo compiten con otros valores e intereses, no menos importantes.

Otras preocupaciones han quedado marginadas durante mucho tiempo, aunque tengan una importancia existencial. Esto se aplica sobre todo a la seguridad interior y exterior, pero también al alcance financiero de las generaciones futuras. Durante mucho tiempo, hubo un cómodo desinterés hacia la política agresiva de otros Estados en su lucha por el poder, más allá de sus fronteras, o hacia las amenazas a nuestro orden liberal, que aún perduran en parte de la sociedad y de algunos pocos sectores políticos.  Esta actitud somnolienta tiene mucho que ver con la saturación. Las sociedades ricas pueden desahogarse en sus deseos porque todo lo elemental está cubierto. Los problemas se cubren con dinero en lugar de abrirse a reformas estructurales que podrían tocar intereses creados. Esto conduce a un pensamiento unidimensional y a una adhesión rígida a determinados biotopos sociales y económicos.  Sin embargo, ahora el cambio de los tiempos nos obliga de repente a plantearnos preguntas incómodas sobre la seguridad de nuestro orden liberal, reflexiones que otras sociedades llevan ya mucho tiempo haciéndose.

También vemos con gran preocupación cómo ciertos grupos reclaman certezas absolutas. Lo vemos en la lucha contra la supuesta “dictadura de la corona”, pero también contra la energía nuclear o la biotecnología. De este modo, se pierde la racionalidad del Estado moderno. Ya no es la autoridad basada en reglas democráticas la que decide, sino la propia “verdad”. El debate político se convierte entonces en una batalla de fe. Este proceso se ve facilitado por las redes sociales, que validan constantemente a las personas en sus posiciones y las engarzan con personas afines. Así surgen sectas y burbujas resistentes al conocimiento empírico y a la consideración racional.  A algunas sectas esa reafirmación de su propia verdad o de su propia moral las conduce a la violación de la ley, hasta la violencia o a disturbios abiertos, como ocurrió en el asalto al capitolio en Washington. 

En América Latina, un romanticismo de otra índole está tomando fuerza, esencialmente dirigida hacia una candidez alimentada por líderes interesados en un ilusionismo colectivo. La rápida transición del romanticismo “bolivariano” o sandinista a la muerte de la democracia en la narco-dictatura en Venezuela o la cleptocracia de Nicaragua ya no asustan a muchos seguidores de este ilusionismo. Los protagonistas del nuevo romanticismo ni siquiera temen a la asociación con las advertencias de George Orwell (en su libro 1984), como lo demuestra la llamada “paz total”, que se vende como el camino para la desaparición de todo conflicto violento, a riesgo de exponer a la población civil al mayor grado de inseguridad, sumado a la amputación de la fuerza pública, y todo eso en favor del narcotráfico, el crimen organizado y nuevas milicias. 

Rogamos que la primera víctima de esta nueva “Paz” no sea el Estado de derecho que tanto le costó a Colombia construir. Los que contribuyeron a la construcción del Estado de derecho conocen su fragilidad frente a gobiernos que apuntan a un remodelaje radical del sistema político, económico y social, con el apoyo de un Congreso moldeable. Algunos gobiernos, no contentos con su poder institucional, ni siquiera vacilan en sus llamados al furor de la calle. Lo que queda de la oposición se encuentra así, entre dos fuegos.

Por otro lado, hay indicios en pro de la resiliencia del Estado de derecho en América Latina. En Colombia los últimos pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia, de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado señalan que la Rama Judicial está salvaguardando los principios de la Carta de 1991.

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