¿Todos a la marcha?
Julio César Carrillo Guarín
Asesor en Derecho Laboral, Seguridad Social y Civilidad Empresarial
carrilloasesorias@carrillocia.com.co
Se afirma que la ciencia jurídica suele quedarse corta frente al recrudecimiento de la frialdad con la que se cercena la vida del otro, se le hiere o se le maltrata. Y es cierto. No basta lo punitivo para doblegar expresiones irracionales y, como no hay una sola causa de nuestras dolencias y desequilibrios sociales, tampoco la solución puede provenir de una sola fuente.
A ello se agrega la tendencia a pensar que tales expresiones de inhumanidad son exclusivas del comportamiento criminal olvidando las que ocurren en el diario vivir.
En la vida laboral, por ejemplo, se presentan cuando el mundo del trabajo se convierte en un campo propicio para el resentimiento, la confrontación, la opresión, el discurrir laboral soterradamente subversivo y la estrategia perversa de transformar los derechos subjetivos en nido del abuso y el derecho objetivo en utilitarismo, suprimiendo la vida laboral como espacio para la cooperación y el bienestar.
Parece una exageración, pero es indudable que en estos casos el egoísmo lacerante genera daños que causan profundo dolor: desempleo, pérdida de sostenibilidad de la actividad productiva, dignidad reducida a la pura supervivencia, hombres diluidos en sus personalismos y, en fin, liderazgos escondidos por temor a mostrar bondad para no ser víctimas de la torpeza de quienes consideran que lo más práctico, lo más rentable, lo más inteligente es sojuzgar toda conducta que pretenda ser correcta, veraz, responsable, respetuosa, dialogante y amorosa de la oportunidad que se concede.
Silencios causados por el miedo que generan quienes, enfrascados en un caminar sin retorno hacia lo perverso, consideran que construir bondad es una utopía inviable.
Y así, se recrudece entonces la cultura del desencuentro y en el universo de lo laboral se sienten con autoridad quienes asumen que el empleador per se es un explotador y el trabajador un irresponsable. En suma, miradas que se cruzan, pero no se encuentran; explosivos existenciales que se hacen detonar en cada instante del trato cotidiano.
Se dirá que esto ya se ha dicho, que no hay que repetir tanto la necesidad de construir paz en el día a día de la vida, pero la verdad es que es necesario hacerlo, porque se repite la tendencia a priorizar el odio por encima del anhelo de una vida tranquila digna de ser vivida, afirmando sin pena alguna que es la hora de actuar, con la palabra o con los hechos, para imponer la cultura de la agresión como método de defensa.
Ante una tendencia de este talante hay que movilizarse… hay que marchar. Pero no cualquier movilización o marcha. Hay que ser contundentes: es urgente movilizarnos al interior de nosotros mismos para marchar por las calles de nuestra manera de “ser”. En qué debemos ser menos violentos, menos maltratadores, menos egoístas, menos ingratos, más perdonadores, más comprensivos, más incluyentes y cooperantes.
Para ello se requiere una verdadera marcha interior contra el terrorismo de nuestros egoísmos, a fin de evitar que en la interacción diaria nuestros actos produzcan explosiones letales de exclusión.
No se trata de alcanzar niveles irrealizables de perfección, pero tampoco de escondernos en el desaliento del “no es posible cambiar”.
De lo contrario, ni el Derecho ni las marchas ni la movilizaciones hacia fuera serán suficientes para orientar efectivamente nuestra mirada hacia todo lo que nos haga simplemente mejores personas, a tocar el alma profunda de nuestra bondad siendo razonablemente exigentes contra lo que dañe al otro, a recuperar la moral agobiada por los acontecimientos dolorosos que promueven quienes se esconden tras las palabras “guerra”, “lucha” y “conflicto” para adormecer su conciencia e insensibilizar su piel de humanidad justificando lo injustificable, a sabiendas que odiando, por más que huyan de sí mismos, siempre serán alcanzados por la ignominia de sus acciones.
Es cuando la fuerza del Derecho que no es vengativa, que no odia, adquiere plena prestancia para ayudar a generar condiciones, inclusive para los violentos, a fin de que con el soporte del reconocimiento o la prueba de su acción y cumplidas las consecuencias punitivas que derivan de sus errores, puedan ser reincorporados al tejido social que se sustenta en la lógica del respeto.
Desde ahí es que el diálogo cumple su misión salvífica, desde ahí es que la marcha de nuestro propio cambio vertida en el deseable caudal de todas las otras marchas, puede hacer posible la utopía viable del “no más violencia”, para que no tengamos también que llorar la muerte del mismo diálogo, víctima de quienes en su día a día y en la lógica del “sálvese quien pueda”, creen que la paz de la relación con el otro se logra fomentado las vías de hecho y la guerra, con la triste creencia de que la solución es responder a la violencia con violencia.
¡Todos a la marcha!
Opina, Comenta