12 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 3 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

La regulación jurídica del avatar (I)

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Hernando Herrera Mercado

Presidente Corporación Excelencia en la Justicia

El derecho privado constituye una de las contribuciones más fecundas de la ciencia jurídica. Por ahora eludiendo materias de suyo tan fundamentales para su asiento como la teoría de las obligaciones o la de los contratos, nos centraremos para el desarrollo de esta columna en punto de la transcendencia de la regulación de la persona como sujeto de derechos y obligaciones (lo que en materia clásica se ha dado por denominar, precisamente, el Derecho Civil Personas).

Tradicionalmente, el concepto de “persona” ha comprendido al “individuo de la especie humana”, condición de la que se han desprendido los llamados atributos de la personalidad y la capacidad para ser sujeto de relaciones jurídicas dentro de la vida social y el tráfico comercial. En su concepción clásica, los cimientos de tales derechos se han soportado en estatutos que poseen como referencia más incisiva el conocido Corpus iuris civilis de Justiniano, aunque a que lo largo de siglos estos criterios tradicionales han sido robustecidos por los dinamismos propios de la modernidad y la introducción de nuevas teorías jurídicas. Así, ese Derecho primigenio ha sido remozado por novedosas vertientes y el influjo de la contemporaneidad en materias como, por ejemplo, la introducción de los llamados derechos fundamentales (dando origen a la idea de “derechos de la personalidad”); o a la extensión a las personas jurídicas de la titularidad de derechos y obligaciones (en virtud de una consabida ficción legal).

El Derecho es, como suponemos, una materia móvil, y no sedentaria, y su desarrollo refleja el mismo devenir de la humanidad y la evolución de la vida entre los asociados. Por ello, gran parte de la agenda jurídica se ata a las transformaciones sociales, al desarrollo existencial y al progreso científico y tecnológico. Dentro de esa rauda marcha de la actualidad, se vislumbra el impacto para el Derecho, y en especial para el mentado derecho privado, de fenómenos que bien pueden ser calificados como probables “extensiones de la personalidad”, y que igualmente están llamados a variar su aludida noción clásica. Tales hipótesis surgen, ni más ni menos, en el escenario de la “virtualidad”, y se concretan, por citar solo un aspecto, en la conocida posibilidad de acceder por parte de una persona física a “otros yo” (avatar), a fin de interactuar en universos paralelos digitales.

En esos lugares virtuales (metaversos), las personas tienen interacción por medio de tales representaciones y despliegan actos que podrían generar eventuales alcances jurídicos como expresiones válidas de la voluntad. Ciertamente, dicho avatar (visto como una especie de alter ego) es susceptible de concretar actuaciones jurídicas en esos entornos, por ejemplo, en su modus vivendi en aquel ciberespacio, en su interrelación con otros de estos “seres” o representaciones de otros usuarios o en su desenvolvimiento en ese ámbito, y así, progresivamente. Por ello, sin duda, para la ciencia jurídica, esa “identidad virtual” genera desafíos a la hora de comprenderlos, subsumirlos, incorporarlos o reglarlos. Sobre esto último, varias inquietudes rondan la ciencia jurídica, justamente: ¿es posible transferir todos los actos jurídicos de una persona física a su avatar?, ¿pueden atribuirse todos los efectos civiles a las actuaciones de un avatar desplegadas en el metaverso?, ¿tiene el avatar capacidad jurídica distinta a la de su representado?, ¿los actos del avatar desplegados en un entorno digital pueden tener extensión en el mundo real?, etc.

Es probable que estos interrogantes convoquen al surgimiento de un “nuevo derecho” que aborde de manera aparentemente omnicomprensiva nuestra coexistencia real con la de nuestro avatar en internet, circunstancia que, por supuesto, no se limitaría a los alcances de la creación de una imagen digital para identificarnos en mundos virtuales, sino si tal “gemelo virtual” le daría cabida a la posibilidad de trasladar nuestra personalidad a un ente distinto que nos represente en esos entornos con la potencialidad de disponer de las mismas capacidades jurídicas y repercusiones en el ámbito de la responsabilidad civil. Lo anterior, tal y como comenzamos, implicaría una nueva extensión del concepto civil clásico de “persona”, pero, además, nos llevaría a otros debates, también de enorme calado, atinentes a qué tanto debe regularse esa nueva interacción virtual y personal, y con qué tipo de reglas, orientaciones o parámetros.

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