13 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 2 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Está bien perder

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

 

Al acercase el tramo final del proceso electoral aumenta la estridencia: surgen imperativos, obligaciones, afirmaciones rotundas de lo que “hay que hacer”. Un precandidato del Centro Democrático afirma que “hay que unirnos para derrotar a la izquierda populista”, mientras que un poderoso alfil de la Colombia Humana afirma “que a un candidato X hay que derrotarlo en la primera vuelta”. Una pariente mía dice que si gana tal candidato se va de Colombia, y su hijo hará lo mismo, ¡si gana el contrario! Por extraño que parezca, una de las funciones principales de la democracia constitucional es facilitar que los partidos (o las personas que votan detrás de su orientación) pierdan las elecciones con relativa tranquilidad y seguridad. Es chévere ganar, nadie lo duda, pero el punto más interesante de una democracia constitucional es que los que pierden puedan hacerlo con ánimo tranquilo.

 

Gran parte de la historia colombiana del siglo XIX nos ayuda a entender esto. No cabe duda de que perder unas elecciones puede ser un problema. Pero los problemas vienen en grados: algo puede ser meramente un inconveniente o una molestia, o puede ser un desafío más o menos importante o, finalmente, puede ser una amenaza existencial. En democracias sin garantías, perder una elección significa enfrentar una amenaza existencial. En la larga inmadurez institucional de nuestro país, el ejercicio de “llegar al poder” ha implicado con frecuencia que los ganadores coopten al Estado. En esa captura del poder, predomina un espíritu “exclusivista”, “de partido” o “fundamentalista” (en conceptos que se usaron en el XIX para denunciar estas prácticas). El fundamentalismo se expresa en las leyes y en las políticas (que se imponen) y en la composición exclusivista del gobierno, del funcionariado y del reparto de la acción y recursos del Estado. Y también en el uso direccionado y represivos de la fuerza pública y del sistema judicial/penal. Por tanto, los gobiernos se vuelven hegemónicos con serio peligro para la garantía de los derechos de los perdedores.

 

En ese escenario, es natural que “haya” que ganar las elecciones a como dé lugar: frente a la amenaza de exclusivismo, de exclusión, se vuelve imperativo triunfar. La política no es el despliegue de propuestas de gobierno, sino el uso de todas las formas de lucha (financieras, políticas, mediáticas, incluso militares) para evitar la derrota catastrófica.

 

En estos ambientes psico-políticos es fácil que haya pugnacidad, radicalismo y violencia. Eso lo vieron con claridad políticos “civilistas” (que se oponían a los “radicales”) de finales del XIX y comienzos del XX. Su recomendación fue fortalecer la “garantía de los derechos civiles” para que la gente no tuviera que temer al poder omnímodo del ganador. Esas garantías se construyeron poco a poco: fortalecimiento de la carta de derechos, control constitucional de las leyes y de los actos del Presidente y ampliación de la democracia representativa y del pluralismo político. Los civilistas argumentaban que era mejor dedicarse al fomento y al crecimiento del país: más “administración” y menos “fundamentalismo”.

 

Es cierto, de otro lado, que una democracia necesita de fuerza y de entusiasmo para generar cambios. Pero la fuerza (el connatus, diría Spinoza) de las democracias populares debe compensarse con garantías que generen algo excepcional: la magia de poder perder las elecciones con la relativa tranquilidad que seguimos todos como asociados de un proyecto político común.

 

No hay que “ganarle” a la izquierda o a la derecha: ese no es el propósito de las elecciones. Las elecciones no son, en realidad, un juego o un deporte. El propósito es competir para cualificar la agenda y los ejecutores: una competencia para perfeccionar los recursos con los que nos gobernarán. El propósito es ofrecer alternativas de políticas públicas y de visión de mundo que orienten la acción estatal durante un periodo relativamente corto para que haya continuo reexamen de opciones y oportunidades de alternancia entre grupos en el poder. Este mecanismo busca generar un ambiente psico-político de emoción, de entusiasmo, de energía democrática, pero sin los dramas existenciales que genera la pérdida catastrófica. La oposición política estará protegida para seguir adelante, y los intereses de la ciudadanía recibirán adecuada consideración en el despliegue de políticas públicas, incluso cuando tienen que ser profundas y audaces. La garantía de los derechos no significa tampoco inmovilismo político o social.

 

Dentro de la dinámica del “hay que ganar”, la actual campaña presidencial gira en torno al miedo: unos dicen que si gana el otro será desastroso, y el otro se defiende tratando de asegurar a la ciudadanía que si llega al poder las pérdidas para los que piensan distinto no serán existenciales o intolerables. La ciudadanía no debería comprar el discurso del miedo: está bien perder sin confiamos en la democracia y sus garantías. Y creo que en Colombia hay suficiente espacio para esta comprensión “civilista” de la política, aunque no sea tan redituable en el mundo electoral donde los propagandistas mueven el voto desde el miedo.

 

De otro lado, está bien que los políticos nos traten de dar seguridad de que su gobierno no será exclusivista: pero hay que recordarles que ese es un “derecho” que tenemos todos y que proviene de las “garantías” que nos da una democracia constitucional.

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