14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 1 hour | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

El sentimiento de culpa como base del Estado de derecho

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José Miguel De la Calle

Socio de Garrigues

 

En una hermosa definición, Sigmund Freud explica que la culpa es el dolor psíquico que se autoimpone un individuo por haber traicionado a otro, o por haber puesto en riesgo su amor. El sentimiento de culpa es esa experiencia mental y física que surge cuando rompemos cualquier tipo de regla, sea esta de tipo ético, jurídico, social, cultural o religioso. Si bien la culpa es administrable, en realidad es inevitable. Nace con el hombre y sigue con él hasta su muerte.

 

La culpa tiene efectos negativos en el individuo, en cuanto produce malestar físico y puede conllevar estados de ansiedad y depresión. No obstante, la culpa también tiene un lado positivo muy relevante, que ha servido para mantener la cohesión social y la misma subsistencia de la humanidad. Sirve para reconocer los errores y aprender de ellos. Es un mecanismo efectivo de ajuste del comportamiento propio y de reparación frente a terceros. Ayuda a señalar los propios límites y a trazar la ruta de comportamientos futuros y nos da aliento para decir la verdad y pedir perdón.

 

El proceso específico de la culpa es el siguiente: en el momento en que incurrimos en un acto o en una omisión y adquirimos conciencia de que dicho acto u omisión implica la transgresión de una norma, se produce un dictamen interno que nos da alerta de que cometimos un error y generamos un mecanismo de autocastigo.

 

De cierta forma, la culpa es el juez interior de nuestra conducta. Pero no es solo eso, sino que es el primero de todos los jueces de nuestro comportamiento. Interviene de forma automática, inmediata y antes de que llegue el juicio de terceros o de otros jueces.

 

Si sumamos la labor que cumplen los jueces interiores de todos los individuos que conforman la sociedad, veremos que la culpa se convierte en el mecanismo de control social más efectivo que existe. Mucho más eficaz que el más sólido de los estados de derecho o el más fuertes de los sistemas de justicia.

 

Si no fuera por la culpa, con seguridad el número de delitos y demás infracciones normativas será mucho más elevado y, en particular, el volumen de reincidencias sería exponencial, pues nadie tendría un polo a tierra que lo induzca a evitar caer de nuevo en el mismo error.

 

Los jueces del mundo no darían abasto y muchas conductas vistas como malas o reprochables pasaría a ser calificadas como neutras o buenas, por fuerza de su generalización.

 

De hecho, la propia conciencia no es solo el primer juez de la propia conducta, sino el mejor juez de todos, pues resulta imposible engañarse a sí mismo (salvo aquel que logre no sentir culpa alguna). La justicia interior no necesita pruebas, ni existe en ella diferencia entre la verdad real y la” verdad procesal”. Por más justificaciones o revisiones que uno mismo se suministre, el dictamen final es implacable de ineludible. La cosa juzgada interior generará sus efectos, adaptando la conducta propia para alinearse de mejor manera con la norma frente a futuras ocasiones.

 

Aparte de elucubrar y teorizar sobre estos temas (lo cual para algunos lectores puede resultar en sí mismo interesante), este análisis puede servir para evaluar si el sistema jurídico formal está, de alguna manera, armonizado con el sistema de autocontrol de cada individuo y ver si de esa evaluación surge alguna conclusión respecto de las leyes o políticas publicas vigentes. Así, por ejemplo, el mejor entendimiento de la sicología humana y de su sistema de autoevaluación podría servir para revisar las normas del procedimiento penal, los protocolos para la toma de testimonios o los programas de delación, solo por poner algunos ejemplos.

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