El poder de la subjetividad en la justicia transicional
María José Rodríguez Suárez
Abogada y politóloga
Siempre me ha parecido curiosa la manera en la que, cuando hablamos sobre los procesos de transición –incluso en el colombiano–, tomamos con tanta ligereza conceptos como “justicia”, “verdad” y “reconciliación”. Considero que la complejidad que abarcan puede ser infinita, no solo por lo que puede significar para cada persona que hace parte de la transición, sino por cómo dejar de entenderlos en lo abstracto y llevarlos realmente a la práctica en un proceso de justicia transicional que afecta la cotidianidad de las personas. Por ejemplo, hoy, después de cuatro años de unas elecciones en donde una de las mayores preocupaciones era la implementación de los Acuerdos de Paz, sigue habiendo cuestionamientos para que se replanteen aspectos centrales de estos, como los beneficios que se les dan a los comparecientes ante la Jurisdicción Especial para la Paz por sus aportes a la verdad.
La pregunta por la verdad y/o la justicia en un proceso transicional siempre está en el centro del debate. Más allá de una pregunta, se ha planteado en términos de una dicotomía en la que no es totalmente claro cómo pueden aplicarse estos dos conceptos simultáneamente sin anteponerse el uno al otro. Surgen preguntas, tales como ¿de qué manera puede la persecución de la justicia acarrear cierta pérdida de la verdad?, ¿es deseable propender a restaurar lo perdido, a recuperar una verdad más completa, o es esa pérdida un costo que debemos asumir como tal?
Este es un debate que se han dado en muchas ocasiones. Por ejemplo, el libro Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta, de Claudia Hilb, inicia con una frase emblemática de Hannah Arendt que hace alusión al prefacio de Los orígenes del totalitarismo: ¿Qué sucedió? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo pudo haber sucedido? Son preguntas que la generación de ella –víctimas de la dictadura militar en Argentina y militantes de la izquierda radical de los años setenta– se hicieron y se cuestionaron. Así, pues, Hilb compara la verdad y la justicia analizando las juntas militares en Argentina en 1985, como ejemplo de la justicia y, por otro lado, la Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica. Lo anterior lo hace con el fin de ilustrar de qué manera en Argentina la opción decidida por la justicia, analizada 25 años más tarde, tuvo como consecuencia cierto sacrificio de la verdad y, de manera contraria, en Sudáfrica, la opción por la verdad acarreó –casi que necesariamente– un sacrificio, una pérdida, en términos de justicia.
No obstante, considero que es problemático seguir enmarcando el debate en esta dicotomía, no solo porque la implementación de estos mecanismos está en marcha, sino porque es hora de cuestionarnos por el papel de la verdad, la justicia e, incluso, el derecho en la reconstrucción de las vidas individuales después de un conflicto armado. Julieta Lemaitre, en su libro El Estado siempre llega tarde: La reconstrucción de la vida cotidiana después de la guerra, problematiza la comprensión del papel del constitucionalismo liberal, puesto que considera que la representación de la guerra, en manos del Derecho, deja de lado la vida cotidiana en la guerra, lo que sucede antes y después, lo que para los sobrevivientes explica no solo los hechos, sino su importancia. Lo anterior, debido a que el énfasis en la vida cotidiana –que muchos informes de comisiones de la verdad, de derechos humanos suelen no tener en cuenta– no necesariamente deja de lado la centralidad de los eventos sucedidos en la guerra.
Siendo así, una de las grandes incapacidades del Derecho, de la verdad y de la justicia radica en que les es difícil entender que tales eventos de la guerra tienen el poder de transformar hasta la subjetividad de quienes sobreviven. El Estado ha entendido estas transformaciones de las relaciones, de la subjetividad y de la vida cotidiana como un daño menor en comparación con la violación de los derechos humanos. No obstante, estos daños materiales y cotidianos aparentemente pequeños son importantes, porque representan la destrucción del ser y de la posibilidad de agencia moral, no solo como la distinción entre bien y mal, sino como la capacidad de actuar en consecuencia. La ligereza del uso de estos conceptos también supone preguntarse ¿cuál es en realidad el papel de estos conceptos en un proceso de transición? ¿Es deber de la justicia, la verdad y el Derecho preguntarse por esto o, precisamente, no lo hace porque no sabe o no tiene herramientas para enfrentarlas o siquiera lidiar con ellas?
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