14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 11 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Columnistas

Una oralidad fallida

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Whanda Fernández León

Whanda Fernández León

Profesora Asociada

Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales Universidad Nacional

            

 

   

La oralidad, garantía intrínseca del debido proceso, método habitual de juzgamiento en las culturas anglosajonas, conquista jurídica de la realidad continental europea y centro de gravedad de los sistemas latinoamericanos de tendencia acusatoria, se erige, en el contexto de la Ley 906 de 2004, en un imperativo constitucional.

 

El proceso adversativo, por naturaleza dialéctico, es un auténtico fenómeno lingüístico. Los actos son operacionales; las partes afirman, narran, impugnan, advierten, requieren, solicitan, excepcionan, alegan; el juez decide”, enseña Franco Cordero. La oralidad es el valor fundamental que hace la gran diferencia con el modelo inquisitivo, nutrido de  actuaciones escritas y  prolijas lecturas.

 

El juicio oral es el mundo de la interacción cara a cara, del rigor argumentativo, del juego conflictual entre dos teorías antagónicas, donde todo gira en torno a esquemas de comunicación o “actos de habla”. Un debate contradictorio implica disputa “verbal inteligente”, entre acusación y defensa; por exóticas e innecesarias, se excluyen las actas prefabricadas y los legajos atiborrados de inocuas transcripciones.

 

En el ámbito del proceso acusatorio, orales son las audiencias preliminares; oral es la  presentación del caso; oral la introducción y práctica de pruebas; orales las disertaciones finales de las partes y rigurosamente oral la “última palabra del acusado”.

 

Empero, cuando el ejercicio oral es monótono, plano, sin proyecciones, sin movimiento, sin coherencia, los expertos afirman que se trata de una “oración de ciego”. Sentarse en una sala de audiencias a deletrear o silabear en público no es hacer oratoria ni oralidad; es vulnerar el debido proceso y arrasar con el principal atributo del paradigma acusatorio. “Las falsas oralidades destruyen la transparencia del sistema” (Binder, Alberto M., Justicia penal y Estado de derecho, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, p. 185).

 

Lamentablemente, la praxis nacional muestra un modelo atípico, imperfecto, carente de retórica, en el que algunos jueces permiten y hasta exigen el aporte y la lectura innecesaria de papeles. No se trata siquiera de la “oralidad actuada” a la que se refiere el tratadista Clemente Díaz; “es una oralidad caricaturizada; es un género híbrido que carece de las respectivas ventajas de ambos tipos procesales, en la que no se habla y apenas se lee, perdiéndose así las ventajas de la escritura y las ventajas de la oralidad” (Díaz, Clemente, Instituciones Procesales, Tomo I, P. 327).

 

La ausencia de destrezas para litigar es manifiesta, por lo que deviene ineludible preguntar: ¿qué sentido tiene una enmienda constitucional que busca enraizar un sistema oral, si las partes desempeñan sus roles de modo impróvido y a través de fatigantes lecturas? ¿Qué clase de oralidad es la que faculta a los abogados para leer códigos, carpetas, prontuarios,  informes, actas de derechos del capturado, constancias de buen trato, tan inútiles como impertinentes en el sistema instaurado?

 

¿Acaso el juez de los derechos fundamentales, el contrapoder constitucional frente a los excesos, no tiene la versación y creatividad suficientes para conducir al terreno dialectal el control de los actos investigativos que afectan o restringen los valores supremos del individuo? 

 

¿Ignora el juez del juicio que, en la perspectiva acusatoria, él es un tercero? ¿Que el debate oral, la polémica probatoria, la confrontación de idearios y convicciones jurídicas es entre los dos litigantes que comparecen a la audiencia como partes y no de estas con quien tiene la misión de decidir? 

 

Tan graves deficiencias fueron reconocidas por un ilustre magistrado del Tribunal Superior de Bogotá, cuando expresó: “Tomar y ejercer la palabra en público ha sido serio problema para muchos actores del nuevo procedimiento; en este sentido no es desdeñable una preparación específica como la que ofrecen escuelas especializadas, o cursos de retórica en cuanto estos enseñan cómo argumentar de manera eficiente, eficaz y convincente (...). El problema de la oralidad no es de costos, ni de espacios, sino de actitud y de cultura...” (Ramírez C., Luis Fernando, Las audiencias en el sistema penal acusatorio”, Editorial Leyer, Bogotá, 2007, p. 172, 173 y 176).

 

Lo cierto es que el sistema atraviesa por una encrucijada.

 

Para ese reducido número de funcionarios excéntricos que cree que la oralidad les permite convertirse de juzgadores independientes, probos e imparciales, en consejeros de los acusados, moralistas inflexibles, predicadores gruñones o iracundas contrapartes, escribió Taruffo: “Actúan como psicólogos sin adecuada formación específica y usan la psicología barata de los semanarios populares”. Y el inmortal penalista italiano Piero Calamandrei agregó: “Algunos jueces, cuando están en audiencia, olvidan los buenos modales. Con los cabellos desordenados y congestionado el rostro, emiten voces estridentes, emplean gestos y vocabulario que no son los suyos ¿Será que caen en trance y que a través de ellos habla el espíritu de algún charlatán de feria, escapado del infierno? Sería conveniente que entre las varias pruebas a que las universidades someten a los candidatos a abogados, hubiera una de resistencia nerviosa al uso de la toga, como la que se exige a los aspirantes a aviadores, sobre resistencia a las alturas”.

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