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29 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Sofía y Simone

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

 

En los últimos días he estado leyendo mucho y eso por circunstancias muy especiales. Como conté en una columna reciente, mi madre luchó con gran entereza contra una enfermedad. Para tristeza nuestra, finalmente murió. A su lado, leí y le leí. Además de todo, leí libros que le pertenecían a ella y que, hace muchos años, había aportado a la biblioteca común de la familia, que llena las piezas, el vestíbulo y el estudio del apartamento de mis papás. 

 

Esa biblioteca es hermosa: hay libros de Derecho con los que estudiaron mi mamá y mi papá; están también los libros de Derecho de mi hermano y los míos; ya llegaron también los libros de los nietos. Están también nuestras novelas y poemarios, nuestros gustos literarios, las enciclopedias que nos regalaron desde niños (en especial la Larousse, que siempre me encantó), libros de psicología y filosofía, en fin, la historia libresca de una familia y los cambiantes y cruzados gustos de varias generaciones y sus proyectos. Desde pequeños nos regalaron libros y durante toda la universidad nos dieron mesadas frecuentes y generosas para comprar libros. Gracias.

 

Para leer en los días de espera en el hospital, saqué Los Mandarines, de Simone de Beauvoir, en una vieja edición de Editorial Suramericana de Buenos Aires. La traducción es muy desigual, mala en varios pasajes, pero el libro me pareció delicioso. Es una novela inmensa de 700 páginas en letra criminalmente pequeña. Ella (la novela) tuvo, por físico desgaste, la cortesía de quebrarse por el lomo en tres partes más o menos iguales, que me facilitaron su transporte y lectura. En agradecimiento, la tengo ahora donde un librero que está decidiendo si usa cola o hilo para restituirle su unidad originaria. Se trata de una novela-crónica-ensayo sobre las élites intelectuales del existencialismo y del marxismo francés en el instante mismo de la posguerra, luego de la derrota de los alemanes. Los protagonistas (un cuadrilátero formado, quizás, por Simone y Sartre, por Camus y alguna compañera de la época) están maravillados con la nueva libertad existencial que el fin de la guerra les otorga (como, por ejemplo, poder volver a montar bicicleta por el campo durante el verano). Están también en busca de su propia libertad personal, como en las bellas y conflictuadas páginas donde el personaje de Simone (Anne) tiene un affaire con un emigré ruso en París y sostiene desparpajada una conversación sobre el hecho con su hija, todavía adolescente. Su hija le espeta que, a pesar del affaire, es simplemente una mujer madura acartonada y moralista, como esas señoras parisinas que visten guantes de cabritilla. El personaje de Simone reconoce, a pesar de su indiscreción atrevida, que esos guantes de cabritilla están ya cosidos sobre su propia piel, mientras reflexiona con culpa, pero también con libertad intensa, sobre su vida, su deseo y sus opciones morales.

 

Es  también un libro sobre el partido comunista francés y los intelectuales izquierdistas de la época, donde se detalla el totalitarismo moral y político que los amenazaban y los intentos ambiguos, de un lado, por servir a la transformación radical del hombre y de la sociedad (en la que todavía se creía con ardor para aquel entonces), y del otro, por mantener la libertad, la decencia y la honestidad intelectual cuando, con frecuencia, la estrategia del comunismo internacional las avasallaba.

 

El libro reflexiona sobre la contradicción brutal que genera el entusiasmo utópico por el nuevo hombre revolucionario y los datos reveladores, que empezaban a llegar a la Europa occidental, sobre la brutalidad del padrecito Stalin.

 

Por esta razón, es un libro que permite pensar intelectualmente a la Colombia contemporánea en que todos nos tenemos que posicionar frente al valor moral y político de la “revolución” y a la pretendida justificación de sus crímenes, así como Camus y Sartre (y sus personajes, Henri Perron y Robert Drubreuilh)  lo hicieron en su momento, sin tregua y sin aparente conclusión. En esta polémica, me atrae mucho más la posición de Camus.

 

A mi mamá le leí cuentos de don Tomás Carrasquilla (que son excelentes y merecen ser recuperados del olvido), le leí apartes del libro de Beauvoir sobre la vejez (en una reflexión común sobre lo que vivíamos y que a ella le complació), le leí la prensa diaria y las revistas semanales, le leí libros de chistes, gracejos y juegos de palabras (en los días donde más necesitábamos reírnos), hicimos crucigramas. Rezamos juntos, recé solo por ella, recé en compañía de mi hermano, de mi papá, de mi esposa, de mis hijos. La lectura, la compañía, los crucigramas, el diálogo y la oración (especialmente estas dos últimas) fueron muy terapéuticos para mi alma. Espero sinceramente que también para la suya. Creo que ayudaron a aliviar y mitigar nuestro dolor.

 

En este periodo leí muchas otras cosas de Simone de Beauvoir. Me enamoré de ella, de su exasperante grafomanía extendida en miles de páginas. No todo es de gran calidad, pero siempre hay enorme lucidez y un deseo imperturbable por pensar la libertad desde la perspectiva de una mujer en las década de los cincuentas. Es apenas obvio, dirá el lector, que leyendo a Beauvoir estaba en realidad manteniendo un diálogo con mi mamá y sus búsquedas vitales y existenciales. Quizás quería mantener viva su voz, cuando la traqueotomía se la quitó. A veces siento que algo en ella murió cuando no pudo hablar más. Frente a ese golpe, estoy seguro de que la lectura ayudó, al menos, a conservar su voz interna y, así, su voluntad de lucha. Durante algún tiempo seguiré este affaire literario con Simone que me acompañó con Une mort très douce, sobre la partida de su propia madre; y durante toda la vida atesoraré el legado valioso de Sofía.

 

P. S. Y frente al dolor, otra vez son las palabras que vienen de los libros, las que nos salvan. Una amiga cálida y culta me mandó esta estrofa de Yorgos Seferis:

 

“Así como los árboles

Conservan la forma del viento

Y el viento se fue, ya no está,

Así las personas

Conservamos la forma de los amados

Y ellos se fueron, ya no están”.

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