Opinión / Columnistas
¿Organizaciones políticas o fábricas de avales?
Jaime Castro Exministro y exalcalde de Bogotá |
Institucionalizamos los partidos con el propósito de modernizarlos y democratizarlos. También para que fortalecieran el sistema político y aseguraran legítima gobernabilidad. Para lograrlo, la Constitución y la ley los reglamentaron, crearon una autoridad encargada de vigilar y sancionar su actividad y la de sus directivos y los facultaron para inscribir y avalar candidatos a todos los cargos de elección popular. También los financiaron con cuantiosos recursos públicos. El fisco nacional financia anualmente su organización y funcionamiento y reembolsa buena parte de los gastos que hayan efectuado en las campañas en las que participen. Para su organización y funcionamiento, este año reciben 32.000 millones de pesos. A título de reembolso por gastos electorales, el año pasado recibieron más de 100.000 millones de pesos. Y para los comicios del próximo mes de octubre recibirán 115.000 millones de pesos. Las sumas citadas se reparten entre los 13 partidos que tienen personería jurídica de acuerdo con los votos que cada uno de ellos haya obtenido.
Creamos una forma especial de “partidocracia” que no ha alcanzado los objetivos que se persiguieron, a pesar de las ventajas y prerrogativas concedidas, porque hoy ningún partido representa ni expresa la Colombia de aquí y de ahora. En las últimas décadas, el país ha tenido cambios volcánicos en materia política, económica y social. Sin embargo, los partidos, tradicionales y nuevos, se comportan como si nada hubiese ocurrido. López Michelsen decía que tenían puestos en la nómina, pero no en la sociedad. No tienen posiciones sobre los problemas públicos que los identifiquen ni separen para un mínimo de controversia, pues sus diferencias ideológicas y programáticas son bien difíciles de encontrar. Si hacen oposición, no logran convertirse en alternativa de poder.
Cuando pierden las elecciones, no quedan por fuera, lo cual no quiere decir que se conviertan en partidos de gobierno, porque actúan con tal grado de obediencia que más bien son partidos del gobierno. Por eso, para evitar que los candidatos derrotados a la Presidencia y la Vicepresidencia sean ministros o embajadores del nuevo gobierno, el llamado Equilibrio de Poderes (A. L. 02/15) dispuso que ocupen sendas curules en el Senado y la Cámara de Representantes. Los derrotados a las gobernaciones y alcaldías que hayan logrado las segundas votaciones serán diputados y concejales. Premios de consolación nada despreciables.
Tampoco se han democratizado. Son “propiedad” de sus elegidos, particularmente los congresistas. Las consultas populares no hacen parte de sus prácticas. A veces las convocan para escoger ediles, siempre con el voto de sus propias clientelas, no para seleccionar candidatos a destinos más importantes, como las alcaldías. Las alianzas que celebran regionalmente no apuntan a la superación de los problemas de los municipios, ciudades y departamentos. Solo sirven para que un partido asuma la gobernación y otro, la alcaldía de la capital.
Por lo anotado y otras razones más los partidos son fábricas de avales que sus congresistas reparten de acuerdo con interesado criterio: contar con ediles, concejales, alcaldes, diputados y gobernadores que utilicen sus curules y cargos para la reelección de los senadores y representantes a los que les deben el aval que les sirvió para ser elegidos.
Ahí radica una de las causas de la ilegitimidad que afecta todo el sistema político. Lo más grave es que la solución al problema está en manos de quienes son sus beneficiarios, porque esa solución exige reformar la Constitución y la ley y es claro que los congresistas no se harán nunca el harakiri político. Todo lo contrario: varias de las “reformas políticas” de los últimos años han mejorado sustancialmente el régimen que favorece a senadores y representantes y a los partidos que ellos manejan y controlan.
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