Columnistas
Matrimonio homosexual, progresismo y Constitución
Javier Tamayo Jaramillo Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia y tratadista
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El artículo 42 de la Constitución regula la forma de constituir la familia. La norma permite tres interpretaciones: la primera, la más clara, indica que el hombre y la mujer que deciden formar una familia pueden hacerlo jurídica o naturalmente. Es decir, casándose o por la voluntad responsable de conformarla. La segunda interpretación, más rebuscada, indicaría que la familia pude establecerse: a) por el matrimonio ente un hombre y una mujer; b) por la voluntad responsable de conformar la familia entre dos personas del mismo o de diferente sexo. Hay otra interpretación que por lo incongruente no resiste análisis: la norma diría que la familia se constituye de tres formas: a) por vínculos naturales o jurídicos; b) por el matrimonio entre un hombre y una mujer; c) por la voluntad responsable de conformarla. Cualquiera sea la interpretación adoptada, el matrimonio entre parejas del mismo sexo está excluido.
Por tal motivo creo conveniente cambiar la Constitución, para que también las parejas del mismo sexo puedan casarse.
Pero el problema es otro: en su afán de hacer respetar el derecho de igualdad de todos frente a la ley, ¿puede la Corte Constitucional desconocer un texto constitucional claro que, por el principio a contrario, prohíbe el matrimonio entre parejas del mismo sexo? Y si la respuesta es afirmativa, ¿constituye esa doctrina un acto de “progresismo jurídico”?
Prima facie la idea de que eso es “progresismo” es innegable. Pero, ¡qué equivocación! No puede ser progresista jurídico una Corte que por hacer las cosas primero que el Parlamento o que el constituyente primario pone en peligro el principio de que la soberanía reside en el pueblo, el principio de legalidad, la división de poderes y la Constitución misma. Proceder así es caer en el constitucionalismo autoritario. Como dice Nino, citado por Atienza: “Quedan excluidas las razones justificativas que son incompatibles con la Constitución (…). Un principio que tiene impecables credenciales desde el punto de vista de los criterios de validación implícitos en nuestro discurso moral puede ser sin embargo descalificado o excepcionado, si ello es necesario para preservar la vigencia de la Constitución” (Interpretación Constitucional, Unilibre, Bogotá, 2011, p. 108). Y el mismo Atienza (ob.cit., p. 108) afirma al respecto: “Las razones sustantivas pueden ser derrotadas por razones institucionales, esto es razones cuya fuerza depende de la necesidad de preservar el propio orden jurídico o alguna de sus instituciones (por ejemplo, la división de poderes y la deferencia al legislador justifica que un juez no pueda modificar una norma legislativa para hacerla más justa)”.
Desconocer los textos claros de la Constitución no hace más que reiterar que el tribunal constitucional que irrespeta la división de poderes o que desconoce la voluntad soberana del pueblo plasmada en la Carta no se inscribe en el Estado de derecho, sino en el decisionismo totalitarista (Sent. SU-111/97).
“No por mucho que se madrugue amanece más temprano”. Países con mayor bagaje político, jurídico y democrático han tenido claro que si la ley o la Constitución prohíben claramente el matrimonio entre parejas del mismo sexo, son el Parlamento o el pueblo directamente los legitimados para introducir la reforma. Recientemente, el Consejo Constitucional francés decidió que aunque el matrimonio entre parejas del mismo sexo era conveniente a la luz de la realidad social vigente, no era dicho órgano el encargado de institucionalizarlo, pues se trataba de una función propia del Parlamento, al cual exhortó para que procediera en consecuencia.
Para caer en cuenta del entuerto que causaría resolver el problema por vía jurisprudencial, basta observar los sub principios de necesidad e idoneidad de acuerdo con los cuales, al hacer la ponderación entre principios jurídicos en conflicto, “no debe ocurrir que la misma finalidad pudiera alcanzarse con un coste menor (Atienza, p. 163.)”. Es decir, si según la Carta la reforma la deben hacer el pueblo o el Parlamento, ¿qué sentido tiene que lo haga la Corte a un coste tan supremamente alto para la institucionalidad?
Una cosa pues es ser “progresista político” y otra “progresista jurídico”. Dworkin lo vio claro cuando distinguió entre el derecho como “integridad pura” y como “integridad inclusiva” (El imperio de la justicia, p. 284). En este último, Hércules, su juez utópico, respeta el derecho vigente, así vaya contra su progresismo político. Quien sea al mismo tiempo progresista jurídico y político lucha políticamente por mejorar el derecho vigente, pero mientras tanto lo respeta.
Poco a poco, la Corte ha ido aniquilando, bajo el disfraz de la interpretación, normas estructurales de la Carta. Lo hizo entre otras, con el artículo 230, al consagrar el precedente obligatorio y, al fallar desconociendo el imperio de la ley, desconoció los artículos 374 y siguientes, que permiten al Congreso y al pueblo modificar la Constitución, y a contrario, le prohíben a la Corte hacerlo; finalmente desconoció el artículo 85, que prohíbe aplicar directamente los derechos prestacionales. Y ni qué decir tiene la desigualdad que aplica en materia de pensiones.
Por favor, honorables magistrados: si ustedes son personas que creen en el Estado de derecho, con todo lo que significa, respeten la Constitución y la división de poderes. Citemos a una Constituyente que introduzca los cambios que la sociedad requiere, incluyendo el matrimonio entre parejas del mismo sexo y la prohibición de reformar ciertas normas de la Constitución (progresismo político). Pero no acudamos al atajo del poder decisorio que tienen en sus manos.
Eso no sería democracia ni progresismo jurídico.
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